Editoriales > ANÁLISIS

Las consecuencias

Otros gobiernos han seguido el ejemplo de no atender la voz de planeta que clama y reclama un alto a la contaminación

Hubo muchas personas de buena voluntad que creyeron que el siglo 21 habría de ser una centuria luminosa, durante la cual el ser humano recobraría su lugar como centro de todos los afanes; pero, la realidad ha sido triste y lamentable y las dos primeras décadas han sido de retorno a las épocas más oscuras y retrogradas que ha vivido la humanidad, con gobernantes que no tienen empacho en desdeñar las preocupaciones por el planeta.

En el 2005, luego de grandes empeños a nivel planetario, se logró la firma del Protocolo de Kioto sobre Cambio Climático, el resultado más significativo del esfuerzo colectivo y global para buscar un marco conjunto de iniciativas que permita luchar contra el cambio climático. De esta manera se establecieron límites cuantificados y obligatorios de emisión de gases de efecto invernadero para los países que lo ratificaran, sean jurídicamente vinculantes. 

Las consecuencias

La parte medular de este protocolo señala que: “Las partes… se asegurarán individual o conjuntamente de que sus emisiones antropogénicas agregadas, expresadas en dióxido de carbono equivalente, de los gases de efecto invernadero… no excedan de las cantidades atribuidas a ellas… con miras a reducir el total de sus emisiones de esos gases a un nivel inferior en no menos del 5% al de 1990 en un periodo de compromiso comprendido entre 2008 y 2012”. Visto desde un punto de vista realista, un compromiso que podía cumplirse.

Además, se estipulaba que: “Todas las partes… formularán, aplicarán, publicarán y actualizarán periódicamente programas nacionales y, en su caso, regionales que contengan medidas para mitigar el cambio climático y medidas para facilitar una adaptación adecuada; tales programas guardarán relación, entre otros, con los sectores de la energía”. La idea era que el protocolo fuera adoptado por todos, en todas sus partes.

Con la ratificación de Rusia, el Protocolo entró en vigor el 16 de febrero de 2005; pero, desde ese mismo momento comenzaron los asegunes, pues el principal escollo para su aplicación fue la resistencia de cuatro países a firmarlo y, por lo mismo, evitar que sus emisiones de gases de invernadero fueran reguladas. Los países que no se adhirieron fueron Kazajistán, Croacia, Australia y Estados Unidos, no obstante que éste último es el primer generador de CO2 del mundo y, por lo mismo el que más contribuye a la polución.

Mejor respuesta dieron los países de la Unión Europea, que se comprometieron a la reducción para 2010 de un 8% de sus emisiones de GEI respecto de 1990. Este objetivo se repartió entre los Estados miembros, asignando a cada uno un objetivo concreto. Con la ratificación del Tratado se establece en la UE primero un periodo de tres años (2005-2007) de toma de contacto, seguido de un periodo de cinco años bajo el Convenio Internacional de Emisiones de Kioto (2008-2012). En esta primera fase de implantación, el Protocolo sólo afecta al CO2 como GEI en las instalaciones industriales y de producción de energía.

Cumplidos estos compromisos iniciales, se acordó el establecimiento de un segundo periodo del Protocolo, ahora de 8 años, con metas concretas a cumplir y ser avaluadas en el 2020. Ya para entonces, este proceso denotó poco interés y un débil compromiso de los países industrializados, como Estados Unidos, Rusia, y Canadá, que finalmente decidieron no respaldar la prórroga. Lo que había generado tantas esperanzas se fue desvaneciendo. 

Finalmente, en el mes de agosto del 2017, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, anunció el retiro de ese país al acuerdo de Paris sobre el Cambio Climático, lo que fue considerado como muy desafortunado por varias voces muy calificadas. 

Otros gobiernos han seguido el ejemplo de no atender la voz de planeta que clama y reclama un alto a la contaminación y a la voracidad de quienes, por afán enfermizo de riqueza destruyen la obra de la naturaleza.