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La espada y la deuda

La deuda no es una estrategia nueva ni desconocida, existe abundante literatura y se han hecho muchas películas al respecto

Como ocurre con los buenos libros, los buenos quesos y los buenos vinos, a los que el paso del tiempo mejora su calidad, ha venido aconteciendo con el legado político del segundo presidente de los Estados Unidos, John Adams, uno de los padres fundadores de la nación más poderosa sobre el planeta, quien expresara que: “Hay dos formas de conquistar y esclavizar a una nación, una es con la espada, la otra es con la deuda”. Fórmula que ha logrado, durante los últimos 30 años, apiñar la riqueza en pocas manos.

Ni siquiera se necesita ser un observador acucioso o un estudioso profundo del acontecer planetario que ha logrado instaurar uno de los regímenes más oprobioso y vergonzoso que ha conocido la humanidad con el beneplácito y concurso de mentes brillantes a sueldo; basta con observar los resultados que en nada abonan el legado luminoso de los creadores, de los científicos o de los virtuosos que han trazado caminos para que el ser humano se oriente en pos de la estrella radiante de la perfección de sí mismo.

La espada y la deuda

La conquista y el dominio del planeta ya no es por medio de la espada, ni de los cañones; ahora es por medio de la deuda. La deuda como instrumento de guerra ha provocado que, según el Informe mundial sobre las crisis alimentarias 2019, publicado por la Organización de las Naciones Unidas, 113 millones de personas en 53 países morirán de hambre (quizá la más atroz de las muertes). En México, los medios de comunicación, sobre todo la televisión, negaron el suicidio por hambre de rarámuris y sus familias.

La deuda no es una estrategia nueva ni desconocida, existe abundante literatura y se han hecho muchas películas al respecto; sin embargo, ha venido a resultar como los llamados a misa para los agnósticos. Al caso puede citarse al político que abrió las fronteras de China al proceso de globalización jugando al ping pong, el canciller de Nixon y Ford, don Henry Kissinger, quien, sin ambages reconoció que: “La globalización económica causará muchas muertes, pero las personas que sobrevivan vivirán mejor”.

Kissinger, Premio Nobel de la Paz, dio pie para la creación del Consenso de Washington, cuyo plan de acción, ideado originalmente para la América Latina, se ha aplicado en todo el planeta. Este demanda que: Haya disciplina presupuestaria sacrificando programas sociales; reordenamiento de las prioridades del gasto público para dar subsidios al sector privado; ampliar las bases impositivas para incorporar a los sectores marginados; liberación financiera total, especialmente de tasas de interés; libre comercio; derogación de trabas a la inversión extranjera; desregulación de los mercados; privatización de las empresas de Estado; protección total a la inversión privada. Como se ve, todo ello se ha cumplido.

Para lograrlo, fue suficiente con aplicar lo dicho por Frederick Douglas en 1844: “Para tener contento a un esclavo, es necesario que no piense. Es necesario oscurecer su visión moral y mental y, siempre que sea posible, aniquilar el poder de la razón”. El instrumento idóneo para tal efecto ha venido a ser el avance tecnológico y el desarrollo acelerado de los medios cibernéticos a través de los cuales se sabe, casi en tiempo real, qué siente, qué piensa y cómo actúa cada individuo, a efecto de establecer las estrategias que servirán para corregir, de forma rápida y eficaz, el camino de la oveja descarriada y cerrar los canales de comunicación al crítico subversivo que pueda poner en riesgo el poder omnímodo 

Adams entendía que la deuda es poder; que a menudo conlleva a la sumisión, la extorsión individual y colectiva, incluso a la esclavitud. Unos se endeudan y otros se enriquecen; otros más pagan y obedecen.

La deuda como instrumento de intercambio comercial no es mala; el crédito dentro de los márgenes de sostenibilidad puede resultar saludable y necesario; pero, cuando se superan esos márgenes el problema ya no es sólo económico; es sobre todo político, social y moral, al implicar extorsión a la ciudadanía. 

La idea de exigir la condonación de la deuda externa ilegal e inmoral de los países acogotados por la irresponsabilidad de sus gobiernos, cobra cada día mayor peso; sin embargo, quizá esa no sea la salida.

Quizá sea tiempo de que la administración pública de cada nación se haga cargo de resolver los retos del mundo actual con sus propios recursos, dejando de lado el riesgo de seguir pidiendo prestado. Así como los entes financieros internacionales, siguiendo los lineamientos del Consenso de Washington, imponen penas severas y hasta bloqueos a los países que no pagan sus débitos; las naciones que aspiran a librarse de las cadenas de la deuda, deben cobrar lo que deben todos los causantes morosos y reacios.

Así de fácil.