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El México revolucionario

A días de iniciar la llamada Cuarta Trasformación, resulta pertinente voltear al pasado a efecto de entender, valorar y apreciar la gran obra de la Revolución Mexicana, que dio al país y a los paisanos la más prolongada etapa de paz, estabilidad y desarrollo en medio de un mundo convulsionado por la guerra, los genocidios y la aparición de los frenéticos caudillos que dominaron a sus pueblos en los cuatro confines del planeta.

La Revolución Mexicana emerge como un simple movimiento políticos, de quítate tú para ponerme yo; pero, con el asesinato de Madero, se transforma en la primera de las rebeliones sociales que caracterizaron los inicios del siglo XX, junto con la Revolución bolchevique en Rusia; auténticas luchas populares por la vindicación de los derechos de los desheredados, los oprimidos y los que carecían hasta del alivio de la esperanza.

El México revolucionario

Lo que fue ideado inicialmente como un cambio, vino a resultar una transformación total, que aportó las tesis luminosas de la política como medio de acceso a la justicia social, esto es, el equilibrio entre los factores de la producción para obtener lo que sería el Estado de bienestar, en que los frutos del esfuerzo personal, conjugados con las normas de convivencia pacífica y solidaridad, dieran lugar a una nación igualitaria.

Si hubiera que definir a los actores principales del movimiento armado, es imperativo señalar a los tres que decidieron los rumbos y los tiempos, aunque no necesariamente haya concordado en ideas, métodos y estrategias: Francisco Villa, considerado como el brazo armado; Emiliano Zapata, el representante del agrarismo que jamás pronunció el lema de tierra y libertad; pero que, sí enarboló la idea más revolucionaria de que la tierra es de quien la trabaja, sustento de la Reforma Agraria y el fin del latifundismo.

Y, desde luego, Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila que fue jefe del Ejercito Constitucionalista, quien entendía con mayor precisión la metamorfosis del Estado mexicano y fomentó la unidad nacional basada en los principios del nacionalismo revolucionario, no como una doctrina xenófoba y patriotera; sino, como la ratificación

al derecho del pueblo mexicano a la reafirmación de su propia personalidad mediante la autodeterminación política y el usufructo de los bienes y riqueza de su territorio. 

En la convocatoria al Congreso Constituyente dice Carranza que: “por medio de la declaración franca y sincera de que con las reformas que se proyectan no se trata de fundar un gobierno absoluto; que se respetará la forma de gobierno establecida,  reconociendo de la manera más categórica que la soberanía de la nación reside en el pueblo y que es éste el que deba ejercerla para su propia beneficio; que el gobierno,  tanto nacional como de los Estados, seguirá dividido para su ejercicio en tres poderes, los que serán verdaderamente independientes; y, en una palabra, que se respetará escrupulosamente el espíritu liberal de dicha Constitución, á la que sólo se quiere purgar de los defectos que tiene ya por la contradicción y oscuridad de algunos  de sus  preceptos, ya por los huecos que hay en ella ó por las reformas que con el deliberado propósito de desnaturalizar su espíritu original y democrático se le hicieron durante las dictaduras pasadas”.

En la Constitución de Querétaro, promulgada en 5 de febrero de 1917, se fincaron las bases del nacionalismo revolucionario sobre las dos paralelas: en política, democracia con justicia social; en economía, economía mixta con rectoría del Estado, con las que México creció durante la mayor parte del siglo XX a tasas del 6 y 7 por ciento, con logros tan portentosos en los tres grandes campos de la cultura humana, que fueron reconocido con los tres Premios Nobel en arte, ciencia y moral. Además de ser pionero en la industria petrolera, la aviación, la igualdad ante la ley y el reconocimiento de las garantías individuales, ahora llamados derechos humanos.

La mejor celebración es conocer la luminosa trascendencia de la Revolución Mexicana.