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La mujer del acordeón

Sentada en el suelo, agobiada por el calor y con una mirada que reflejaba un gran cansancio, vi un día al salir del banco a una mujer con un acordeón y un bote a sus pies para quien quisiera darle una moneda.

Sus manos ya no estaban tocando el instrumento, sólo reposaban inertes a ambos lados de su cuerpo, presas seguramente también del cansancio que se reflejaba en su mirada.

La mujer del acordeón

De pronto, no se de dónde, llegaron un niño y una niña de unos cinco y cuatro años aproximadamente. Me di cuenta que eran sus hijos. La mujer les sonrió, les dijo algo que no entendí en un dialecto extraño y luego se fueron a seguir jugando cerca de ahí. Ella los miró con ternura unos segundos y después sus manos, que parecían haber renovado fuerzas, volvieron a tocar el acordeón, emitiendo una alegre melodía.

Me acerqué a dejar una moneda en su bote y ella me dijo algo en su dialecto que supongo era “gracias”. Si me hubiera dicho algo más, no le hubiera entendido, pero con su mirada me dijo muchas cosas. Cosas que el corazón puede entender, aunque el idioma sea diferente.

Me dijo que venía de muy lejos, de un lugar hermoso, pero con muchas carencias. Que parte de su familia había quedado allá y que en días como ese, se acentuaba en ella el deseo de poder darles un abrazo o de ser abrazada por ellos.

Me dijo que cada mañana despertaba muy temprano, preguntándose cuántos recursos lograría reunir ese día para alimentar a sus pequeños.

Me dijo que muchas veces, por la noche, cuando sus niños se quedaban dormidos, ella se acercaba a donde estaban y por mucho tiempo se quedaba observándolos, gozando el sentimiento de amor que ellos despertaban en su corazón, porque sí, el corazón de los desamparados también siente amor. Y al observar a sus hijos dormir, también se preguntaba qué sería de ellos al crecer y le imploraba a Dios muchas veces de rodillas que el futuro de ellos fuera mejor que el de ella.

Me dijo que al orar, también le pedía al Padre que más gente se detuviera a darle una moneda y que fueran menos los que pasaran de largo sin notar su presencia. Porque sí, los desamparados también son seres humanos, aunque a veces pasemos desapercibida su presencia.

Me dijo que muchas veces, en su dialecto, le había tenido que decir a sus niños: “yo no tengo hambre, coman ustedes”. Y luego, antes de dormir, los abrazaba. Eso calmaba un poco el hambre que les había ocultado y entonces pasaba largo rato platicándoles de su tierra natal, de sus bellezas naturales y de su familia, a quien algún día, les decía, los llevaría a conocerlos.

Me dijo que en su adolescencia ella también había tenido sueños, pero su realidad los había enterrado y ahora su mayor sueño era sacar a sus hijos adelante.

Y finalmente, me dijo que cuando sentía que ya no podía más, volteaba a ver a sus hijos, como la había visto hacerlo ese día y entonces cobraba nuevas fuerzas y renovados bríos y a través de su acordeón, proyectaba la fuerza que sus hijos le transmitían.

Ese día yo me había estado lamentando por algunos problemas personales y mi ánimo había estado propenso a caer en la queja, pero después del diálogo en silencio que tuve con la mujer del acordeón, me di cuenta de que no tenía derecho a quejarme.

Ciertamente, nunca podremos resolver la situación de todos los desamparados, pero tal vez podríamos ser como aquel joven que en la playa, devolvía al agua las estrellas de mar que habían quedado atoradas en la arena al bajar la marea. Cuando alguien le dijo que lo que hacía no tenía sentido, pues había miles de estrellas atoradas a lo largo de la playa, el joven tomó otra estrella, la arrojó al mar y dijo: “para esa, tuvo sentido”.

Así que la próxima vez que veas a un hombre con una guitarra o a alguien con un bote a sus pies, si te es posible, no pases de largo. Esa moneda que puedas darle, puede realmente hacer una diferencia.

Ah, y si ves a una mujer con un acordeón y dos niños pequeños jugando cerca de ella, detente un momento y observa sus ojos. Hay tanto que tienen que platicarte.