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Cuento inventado

En mi mensaje publicado en la sección local de este periódico la semana pasada, compartía lo que me habían expresado mis hijas con motivo del Día del Padre. Recordarán que Zaidita hablaba de los “cuentos inventados” que tanto le gustaban.

En esos cuentos siempre los ponía a ellos como personajes centrales. Recuerdo uno que les gustaba mucho. Teníamos poco de haber llegado a Monterrey, Manolito acababa de nacer y vivíamos en una casa al pie de una montaña. Desde la ventana del cuarto de los niños se veía un caminito que ascendía por la ladera de la montaña. Chuy tenía siete años.

Cuento inventado

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EL CUENTO DECÍA ASÍ…

“Había una vez un niño muy inteligente llamado Chuy. Vivía en una bella casa al pie de una montaña, con su familia, a la que amaba mucho. En las noches, antes de dormir, le gustaba ver a través de su ventana, imaginando fantásticas aventuras en la montaña.

Una noche, cuando ya todos se habían dormido y Chuy permanecía viendo por la ventana, vio una lucecita entre los árboles que parecía hacerle señas, como llamándolo. Movido por la curiosidad, salió sigilosamente de la casa y se dirigió a donde provenía la luz.

Caminando, fue a dar a un pequeño claro en el bosque, donde vio a otro niño más o menos de su edad, vestido con un extraño traje que parecía metálico. Chuy le dijo ‘hola’ y el otro niño le respondió alegremente el saludo. En unos minutos, ya estaban jugando como grandes amigos.

Después de un rato, el niño le preguntó a Chuy si le gustaría conocer a su mamá. Chuy aceptó y el niño le pidió que lo siguiera. Ascendieron por la montaña y llegaron hasta una nave circular que parecía suspendida en el aire. Subieron por una pequeña escalera. Dentro de la nave, Chuy conoció a la mamá del niño, que lo trató con mucha amabilidad.

La mujer le dijo a Chuy que lo llevarían a conocer el lugar de donde ellos venían. La nave se elevó y rápidamente surcó los cielos hasta llegar a un pequeño planeta lejos de la tierra. Ahí continuaron sus juegos, corriendo divertidos entre las dunas del lugar, hasta que Chuy le pidió a la señora que lo regresaran a casa, pues calculaba que ya no tardaría mucho en amanecer y él tenía que ir a la escuela.

Volvieron a subir a la nave, que rápidamente los trasladó de nuevo a la tierra, depositando a Chuy justo cuando ya había amanecido. Los amiguitos se despidieron, prometiendo que no sería la última vez que se verían.

Tratando de no hacer ruido, se dirigió a la entrada de su casa y cuando iba a abrir la puerta, fue abierta desde adentro por un joven muy guapo, con unos expresivos ojos verdes. Chuy le preguntó ‘¿quién eres?’ y el joven respondió ‘soy el élder Tárrega. Oh… perdón, es que apenas ayer regresé de una misión de mi iglesia y todavía no me acostumbro a dejar de usar el término “élder”. Mi nombre es Manuel Tárrega’.

Chuy pensó que era una broma, pero entonces el joven le dijo ‘oye, tú te pareces mucho a unas fotos que tienen mis papás en su cuarto. Me dicen que era mi hermano, pero que desapareció hace muchos años’. El desconcierto de Chuy iba en aumento y se preguntaba si acaso estaría soñando, cuando de las escaleras bajó una bella mujer de unos treinta años. ‘¿Qué pasa Manolo, quién es?’. Manuel sólo dijo ‘Diana…’ y le señaló al niño. Cuando la mujer lo vio, abrió enormemente sus grandes ojos y solo atinó a decir: ‘¡¿CHUY?!’.

Aún no salían todos de la sorpresa, cuando otra jovencita bajó y casi se desmaya al ver al niño en la puerta de su casa. ‘¡¡CHUY!!’, gritó Zaida —así se llamaba la joven— y se abalanzó a sus brazos llorando.

Nadie entendía qué ocurría. Rcuperándose un poco, Zaida le dijo a Chuy ‘sube a ver a mis papás. Te han buscado por años, incluso enfermaron de tristeza al no encontrarte’.

El papá y la mamá de Chuy, avejentados prematuramente por la angustia y el dolor, casi no podían caminar, pero su gozo fue enorme, también hasta las lágrimas, al ver a su niño que creían perdido.

Tras calmarse todos un poco, Chuy les explicó lo que había hecho ‘la noche anterior’ y entonces llegaron a la conclusión de que en el planeta que había visitado el tiempo corría mucho más despacio y en lo que para Chuy había sido sólo una noche, en la tierra habían transcurrido veinte años.

‘¿Y ahora qué hacemos con Chuy?’, preguntó Diana y su papá le respondió, ‘pues no hay problema, esperaremos a que crezca’. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado”.

De ese cuento a la fecha, casi ha transcurrido el tiempo que pasó en el cuento, pero aquellos días inventando cuentos a mis hijos fueron tan bellos, que ciertamente me parece que apenas fue anoche cuando se los estaba contando. Quién sabe, el tiempo es tan elástico. Lo cierto es que las caritas expectantes de cuatro niños escuchando mis inventos siguen en mi corazón y nunca se irán de ahí. Los amo, hijos. Ahora les toca a ustedes seguir inventando su cuento.