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Historia de un corazón

Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando.

R. Tagore

Historia de un corazón

Ya no escribas de la pandemia por favor, me pidió mi madre cuando le dije por teléfono que me disponía a escribir mi texto semanal. Hablo todos los días con ella en este tiempo de ausencias y añoranzas. Cuando colgué, me quedé pensando en sus palabras. Llevo 15 semanas consecutivas escribiendo directa o indirectamente del mismo tema. Y no puedo saber cuántas veces más escribiré al respecto. Pero esta vez va una tregua por mi madre, que como mucha gente seguramente, quiere leer un poco de otra cosa, porque la carga de dolor es demasiada, más ahora que nos toca tan cerca.

Y aunque no es fácil cambiar totalmente el canal, cuando todo parece girar en torno a un tema; hoy quiero contarles una historia fascinante que re-leí en estos mis días de confinamiento en un libro bellísimo que me regalaron hace tiempo. Un libro integrado por varios textos que relatan la memoria del rescate de un templo virreinal frente a la Alameda Central en el Centro Histórico de la CDMX  Imponente edificación que encierra además una entrañable historia digna de ser contada.

El afortunado proceso inició en 2002 con una oportuna conversación en la que el inolvidable erudito, entonces cronista emérito de la gran ciudad,  Guillermo Tovar y de Teresa (hermano de Rafael, también inolvidable funcionario y escritor), comentó con otros notables, sobre la necesidad de recuperar el acervo histórico del Archivo de Notarías. Acervo que contiene un tesoro con documentos desde 1525, entre los que se cuentan los testamentos de Sor Juana Inés de la Cruz, Antonio López de Santa Anna y de Guadalupe Victoria.

Después de la primera conversación siguieron otras, donde se propuso la rehabilitación del templo barroco de Corpus Christi para albergar el valioso acervo histórico. Más tarde llegaron las alianzas entre instituciones en el marco del reconocido programa de Rehabilitación del Centro Histórico de la Ciudad de México. Así pues inició el rescate del bellísimo recinto de mano de brillantes profesionistas: ingenieros, arquitectos, historiadores, arqueólogos, entre otros especialistas en restauración. 

Y aun cuando la sola restauración de un monumento virreinal ya es buena historia, dejen les cuento algo más. El Convento fue construido  por órdenes del virrey Don Baltasar de Zúñiga y Guzmán, Marqués de Valero y Duque de Arión, quien colocó la primera piedra en septiembre de 1720, dedicando enormes sumas y los mejores materiales para hacer del convento una joya. Una obra hecha por amor, pues se cuenta que el soltero virrey se había prendado tiempo antes de una bella joven en un intercambio de vehementes miradas durante una pomposa celebración religiosa. No supo quién era, hasta que volvió a encontrar  sus ojos desde el balcón de palacio. Pero ay, el amor que tiene misteriosos caminos, no se pudo concretar pues se enteró que su amada, de nombre Constanza Téllez, recorría las calles como despedida del mundo, antes de profesar de manto y velo para convertirse en Sor Marcela del Divino amor. Ya nada fue igual para el enamorado Duque de Arión. Vivía triste y ensimismado, sólo consolado en una capilla desde donde escuchaba los cantos de las monjas, en los que la voz de Sor Marcela se distinguía como la de un ángel. Fue entonces que el enamorado virrey, decidió construir el convento y puso en la obra todo su empeño.

Este apasionado duelo de miradas lo consignó Don Artemio de Valle Arizpe, notable escritor norestense, reconocido colonialista  y alguna vez cronista de CDMX, en un texto publicado en 1956 titulado: Ojos, herido me habéis: “Y unos ojos suavísimos de manso mirar, metidos en un ensueño tranquilo, salieron llenos de paz y de bien al encuentro de los suyos, que se estremecieron de gozo, grandes y ávidos”. El convento se terminó, Sor Marcela del Divino Amor y las monjas capuchinas lo habitaron, fue además albergue para hijas de la nobleza indígena; claustro del que salían a diario “fragantes y exquisitos” regalos para el virrey que correspondía con generosas rentas.

Tiempo después, el virrey Baltasar de Zúñiga fue relevado del cargo y partió a su natal España donde poco después murió, dejando asentado en su testamento que su corazón fuera depositado en el presbiterio de Corpus Christi. Mucho tiempo pasó y todo parecía una leyenda hasta que en el proceso de restauración del templo, como parte de los hallazgos, conservada desde 1728, fue encontrada una caja de plomo que tenía inscrita una frase en latín: “Donde esté su corazón, estará su tesoro”. Más de dos siglos después, un hecho histórico revivía una pasión. En el corazón del país, estaba el corazón del virrey, latiendo en la memoria del amor. 

El corazón tiene razones que la razón desconoce, decía Pascal. Nunca podremos saber con certeza porque el virrey dejó su corazón en el convento. Pero la bella historia es una enseñanza de vida en estos tristes tiempos de pandemia. Nadie se muere del todo cuando su corazón ha amado tanto. Amor constante más allá de la muerte, decía Quevedo: serán ceniza, más tendrán sentido; polvo serán, más polvo enamorado.