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Sergio Pitol: viajero de sí mismo

Al escritor Sergio Pitol —fallecido el pasado 12 de abril— le impresionó que la colombiana Milena Esguerra, esposa de Tito Monterroso durante algunos años, le dijera que si él lo permitía, acabaría esclavizado hasta a un par de pantuflas.

Elena Poniatowska explica que Sergio Pitol siempre fue una caja de sorpresas.Sergio Pitol: viajero de sí mismo

Por eso él nunca se esclavizó a nada, aunque claro, le encantaba el gran escritorio que se trajo como diplomático de Rusia o las pinturas que compraba en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor. Sempre voló alto y si escogió JaHuérfano a los cuatro años —su madre se ahogó en el río Atoyac— nunca sospechó que se convertiría en un veracruzano admirable. Toda su vida giró en torno a los cañaverales de azúcar, cafetales y palmeras al viento del ingenio Potrero en el que trabajó Jorge Cuesta, recién casado con Lupe Marín.

Siempre quiso que su legado fuera para la Universidad Veracruzana. Recuerdo con gratitud que su editorial universitaria publicó “Lilus Kikus y otros cuentos en ficción”, que él fundó. Ahora en que el otoño ha llegado para la generación de escritores de los treintas, al legado de Sergio Pitol hay que atesorarlo.

De la boca de su abuela Catalina, de sus palabras, de ese puente humano, viajó hacia otras aguas y río arriba remontó la corriente, braceó entre las masas burocráticas que salen a las cinco de la tarde, atravesó de un lado del río a la otra orilla, se internó en la selva negra, tradujo a China, tradujo a Polonia, tradujo a Hungría, a Checoslovaquia y demostró como antes lo hizo Luis Cardoza y Aragón que su ideal de vida era escribir sólo acerca de lo que le gustaba o llamaba la atención. Así, a lo largo de su vida ha permanecido al margen de modas y de grillas, apasionado de sus amigos, de sus recuerdos y de sus libros.

La autobiografía de Sergio Pitol que ahora se llama “Memoria” y abarca los años de 1933 a 1966 es un hermoso libro blanco y puro de la editorial ERA que su amigo Marcelo Uribe quien siempre le dio un trato de respeto y cariño puso en sus manos. Después de la primera autobiografía de Jiménez Siles y la segunda que publicó Almadía con el título “Una autobiografía soterrada”, este precioso volumen que lanza la editorial ERA es una travesía en la que Pitol cuenta su propio cuento, el que viaja a nuestro lado a lo largo del tiempo.

Llama la atención que los cuentos de Sergio Pitol sean siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, caja de sorpresas, “Jack in the box”, broma que salta a la cara, pastelazo, víbora que pica cuando uno cree estar a punto de domesticarla.

Cuatro textos son sus cuatro puntos cardinales: “Vals de Mefisto”, “Nocturno de Bujara”, “El viaje” y “El mago de Viena”. Cuando Sergio obtuvo el Cervantes en 2005 y vino de Jalapa a México para hacerse unos trajes y recibir el premio vestido de príncipe, me confió después de una comida: “creo que me dieron el premio por mi libro: ‘El mago de Viena’”.

En alguna ocasión Sergio le dijo a Margarita García Flores una frase clave para entender su obra: “por lo general, cuando escribo un relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva psicológica que no me interesa llenar”. A Margarita, Sergio le enseñó a unírsele secreta, subterráneamente, a aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria.

A ambas, a Margarita García Flores y a mi, Sergio nos comunicó su placer de narrar, nos hizo ver que escribir es engarzar reflejos, nos explicó que su prosa es una trenza de hilos, un tejido de asociaciones y reflexiones, un surtidero de imágenes. E hizo que nos diéramos cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias.

Ahora en que el otoño llegó a la generación de los treintas, Sergio Pitol conoció en las calles de su ciudad Jalapa el reconocimiento de los habitantes que se lo disputaban para felicitarlo. Saberse muy querido le dio una alegría tan grande como el “Himno a la alegría” de Beethoven, que él amó porque su inclinación también abarcó a la música que escuchaba mientras escribía. 




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