Sandel y la escuela de los prácticos
Se le considera el profesor más popular del mundo y su curso sobre la justicia ha recibido 30 millones de visitas en la red
Decenas de chicas y chicos de varias nacionalidades esperan en el interior de un edificio de ladrillo rojo, obra maestra del románico richardsoniano, en la Universidad de Harvard. Leen a Jane Austen o repasan lecciones de economía desde media hora antes de que empiece la clase. Las sillas son limitadas en el anfiteatro y temen quedarse fuera del seminario “Dinero, mercado y moral”, de Michael J. Sandel, originario de Minneapolis.
Los 200 participantes fueron elegidos por sorteo entre más de 700 aspirantes a un curso en el que el célebre filósofo político repasa desde la óptica de la economía y el derecho asuntos como la ética de la especulación financiera o el “capitalismo de casino”.
Sandel, con su pinta de hombre corriente, llega acompañado por cinco ayudantes que ordenan el tráfico en el auditorio y vigilan el cumplimiento de la política “cero pantallas”. Móviles, tabletas y ordenadores personales están prohibidos durante la clase. “La distracción es el gran enemigo del saber en nuestro tiempo”, opina el profesor.
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SU RITUAL
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Dista mucho del de aquel viejo maestro que, aburrido de sí mismo, dicta cada año el mismo monótono saber. Él prefiere preguntar. ¿Está mal que los vendedores de agua o un vecino que tenga un generador de sobra saquen partido de un desastre natural subiendo los precios? ¿Es justo que Uber cobre más cuando llueve? ¿Y la reventa de entradas para un concierto de Beyoncé? Los alumnos se pelean por participar con argumentos que casi siempre parten de la fe tan estadounidense en los mercados mientras el profesor les muestra sus contradicciones, orienta la conversación sin dar respuestas rotundas, propone nuevos dilemas y apunta en la pizarra racimos de palabras como “utilidad, libertad, virtud” o “dinero, tiempo, necesidad”. Cuando suena la campana, las preguntas quedan en el aire.
Métodos como estos han hecho de Sandel toda una celebridad socrática en Estados Unidos y más allá: venerado en Asia como una rockstar de las ideas, el día 19 de octubre recibió en Oviedo el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales por haber trasladado su enfoque dialógico y deliberativo a un debate de ámbito global,.
La fama se la debe sobre todo a su curso “Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?”, que dejó de impartir hace seis años cuando ya se había convertido en una rutina inmanejable. Las clases las daba en un teatro para una media anual de más de mil alumnos.
“Necesitaba una armada de ayudantes para manejar aquello. Y eso no era lo peor. Me preocupaba repetirme con los ejemplos, las explicaciones y hasta los chistes”, recuerda.
Comenzó con ese proyecto poco después de llegar en 1980 a Harvard tras graduarse en Oxford, Reino Unido. El fenómeno creció rápido y ya era uno de sus cursos más populares de la exclusiva universidad estadounidense cuando esta lo escogió en 2009 como el primero que colgarían en aquella tierra de promisión educativa llamada Internet.
Más de 30 millones de personas han visto ya a Sandel en la red y en televisión hacer digeribles para las masas conceptos como el utilitarismo de Jeremy Bentham, el imperativo categórico de Kant o la fe en la igualdad de oportunidades de John Rawls para acabar decantándose por una teoría cercana al comunitarismo.
“Para llegar a una sociedad justa hemos de razonar juntos sobre el significado de la vida buena y crear una cultura pública que acoja las discrepancias que inevitablemente surgirán”, escribe al final del best seller internacional que salió de aquellas clases: “Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?”, de la editorial Debate.
Pese a tan plusmarquista currículo, el diploma que reposa sobre la chimenea del salón de su casa estilo Nueva Inglaterra en el acomodado barrio judío de Brookline, Massachusetts, no certifica que una vez impartió una clase para 14 mil alumnos en un estadio de Corea del Sur, sino el récord Guinness de flexiones por minuto —52— obtenido por el mayor de sus dos hijos —Adam—, un joven corpulento interesado en el cruce entre fitness y filosofía. El otro —Aaron— es primatólogo.
Pese a que su formación es sobre todo en filosofía política, Sandel se ha metido de lleno en la economía en los últimos años, mal que le pese a la vieja guardia de la disciplina, algunos de cuyos más conspicuos miembros comparten claustro en Harvard.
“No estoy en contra del mercado, sino de sus excesos. Me molesta cuando estos invaden áreas propias de la vida en sociedad: la familia, la educación, los medios, la salud o el civismo. Del mismo modo en que se enseña economía en los colegios, se debería impartir ética en las escuelas de negocios. Si pones la disciplina en su perspectiva histórica te das cuenta de que sus pensadores clásicos, de Adam Smith a John Stuart Mill o Karl Marx, incluso en sus profundos desacuerdos, convenían en considerarla una rama de la filosofía política y moral. Todo eso lo perdimos en el siglo XX, cuando se convirtió en una valiosa ciencia sobre el comportamiento humano y social”.
Esas inquietudes dieron origen al libro “Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado”, de editorial Debate, que comienza con una certeza que suena a derrota: “Hay algunas cosas que el dinero no puede comprar, pero en nuestros tiempos no son muchas”. Y conduce al lector con estilo claro y a través de ejemplos prácticos para preguntarse al final: “¿queremos una sociedad en la que todo esté en venta?”.
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SU ÚLTIMO PROYECTO
El último intento de Sandel de sacar el pensamiento de las aulas toma la forma de una serie de cinco capítulos de producción holandesa titulada “El gran debate”, que acaba de estrenar en español la plataforma audiovisual online Filmin. En ella, el profesor toca cinco temas de nuestro tiempo —inmigración, robotización, discriminación, desigualdad y privacidad— junto a un grupo de 20 jóvenes de la más diversa procedencia. Entre otros, hay artistas de cabaret, raperos, exfutbolistas e ingenieras en robótica. La mecánica se parece bastante a una de sus clases. Él lanza preguntas sobre la desigualdad, la crisis migratoria, el sueldo de Cristiano Ronaldo o esos coches que se conducen solos y los demás confrontan ideas.
A la pregunta de si hemos perdido esa capacidad de escuchar al contrario en un mundo en el que los debates parecen más enconados que nunca, el filósofo lamenta que en espacios como la universidad y los medios de comunicación no se fomente en muchos casos en nombre de la corrección política, la confrontación de opiniones diversas.
Y pone dos ejemplos basados en su experiencia. El primero se remonta a 1971, cuando siendo estudiante en un instituto público liberal de Los Ángeles invitó a un debate a Ronald Reagan, entonces gobernador de California.
“Hubo desacuerdo en casi todo y no diría que nos convenció de sus argumentos, pero en cierto modo nos sedujo. Diez años después sería presidente”. El otro ejemplo conduce a cuando aceptó participar en un comité de bioética de la administración Bush. “Me invitaron pese a que sabían que no era ni mucho menos simpatizante y resultó muy nutritivo”. Caso distinto es el de Trump; con su proyecto no colaboraría.
“Cada día conocemos un nuevo escándalo, otro tuit inadmisible. Es un maestro en crear una tormenta de caos y controversia que deja a sus críticos en un océano de distracciones. Ha logrado hacer rehén de sus locuras al Partido Demócrata que como un boxeador noqueado, parece incapaz de ofrecer una alternativa”.
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SU ÉXITO
Podría encuadrarse en cierta corriente actual de pensadores virales de distinto signo y parecido verbo directo que acumulan clics cuando los medios de comunicación les dan voz y son reclamados lo mismo por las élites del Foro Económico de Davos que por un pequeño festival de las ideas.
Se diría que el público acude a ellos en busca de herramientas prácticas con las que manejarse en un mundo en permanente cambio.
“Es importante con todo que no se tome la filosofía como quien compra un libro de autoayuda. Eso sí sería banal. Significaría asumir que el único asunto del que se ocupa la filosofía es el yo, cuando es obvio que va mucho más allá. Veo que hay un tremendo interés por entender que no para de crecer entre la gente corriente y también y sobre todo entre los jóvenes. Yo lo achaco a que el discurso público está totalmente desprovisto de ideas y a que el sistema educativo tampoco fomenta los debates”, aclara Sandel.
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SU FAMA EN INTERNET
Ese interés justificaría su enorme seguimiento en Internet, que puede contemplarse también como una historia de éxito de la educación en línea, de la que es pionero.
“Aunque nada iguala el aprendizaje cara a cara, cada nueva tecnología promete aumentar el diálogo y el entendimiento. Fue así con la televisión, la radio o el telégrafo. Y a la euforia siempre sucedió el mismo sentimiento de decepción al comprobar que las tecnologías acaban sometidas a la lógica de la compraventa y la publicidad”.
Siguiendo ese razonamiento, la casta de Silicon Valley representa el reverso tenebroso de su confianza en la comunidad y en los valores cívicos. Los propietarios de las cinco grandes compañías tecnológicas sostienen ideas cercanas al libertarismo que preocupan a Sandel, una forma de ver el mundo en la que no tienen cabida el control estatal o la intervención para evitar los desajustes del sistema.
Tienen una responsabilidad moral con la sociedad, aunque no quieran admitirla. Piensan que basta con hacer un poco de caridad, pero no es suficiente. Cada vez ocupan un lugar más importante en nuestras vidas y en nuestras sociedades. Como son parcelas que nos incumben a todos, los ciudadanos tenemos derecho a opinar sobre cómo se gobierna una compañía como Facebook”.
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NI TWITTER, NI FACEBOOK
Y eso afecta también a nuestra privacidad, asunto al que Sandel, quien no tiene cuenta de Twitter, ni de Facebook, dedica uno de los capítulos de “El gran debate”.
“Ha habido mucha discusión sobre el tema”, explicó en la entrevista, celebrada en una semana en la que la amenaza que para la democracia representa Facebook, acaparaba las portadas de las revistas políticas.
“Aunque no hemos reconocido la extensión real del problema, lo que más me intriga es que a la gente no parezca importarle. Yo encuentro tres explicaciones: o bien no se dan cuenta de la mucha información que comparten al firmar sin leer esos contratos de uso de las redes sociales, cuya letra pequeña es demasiado pequeña o tal vez no saben lo que realmente hacen las compañías con esa información. O quizá lo saben, pero no les importa. En cualquiera de los tres casos es un asunto de suma gravedad”, advierte.