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Autoficción, de la nada al Nobel de Literatura

Annie Ernaux consagra un género entero, menospreciado durante décadas por su supuesto narcisismo y en el que hoy se distingue un retrato colectivo y con valor social

Annie Ernaux todavía no da crédito. “No me doy cuenta de la dimensión mundial del Premio Nobel, salvo en forma de una responsabilidad acentuada”, aseguraba hace unos días la escritora francesa en un correo electrónico desde su casa en Cergy, en la periferia noroeste de París. “El auge de la literatura autobiográfica es una cuestión muy compleja. Pero, en lo que me concierne, la respuesta es relativamente sencilla. Creo que el Nobel no premia a la escritora en primera persona, sino a la que, a través de una escritura transpersonal y clínica, ha abordado temáticas relativas a las mujeres y la sociedad, a la memoria”, decía mientras hacía la maleta para Estocolmo, donde el sábado recibirá la distinción literaria más prestigiosa del planeta.

La escritora Annie Ernaux, al recibir el Premio Renaudot por El lugar en 1984. Fue su primer reconocimiento en una época en la que la trataban como una escritora “digna de la prensa del corazón”, como recuerda.Autoficción, de la nada al Nobel de Literatura

Su propia respuesta habla de sí misma y, a la vez, como sucede en sus libros, trasciende su caso personal, y con creces. El Nobel para Ernaux podría serlo también para todo un género, la autoficción, que ha pasado de ser desdeñado como pura pornografía literaria a convertirse en el género de moda y en objeto de una rehabilitación cultural que pocos vieron venir. Ese cambio de percepción lo traducen las palabras de Ernaux, tratada durante décadas como una escritora menor, “como una midinette”, que es como se conocía a las sentimentales e ingenuas modistillas de provincias que llegaban a París para ganarse la vida. En su día, se dijo que sus libros eran propios “de la prensa del corazón, dignos de Nous Deux”, la revista que popularizó las fotonovelas en Francia, por su detallado relato de experiencias femeninas y sin valor literario. Del mismo modo, el género ya no es percibido como un exponente del narcisismo de escritores obsesionados por sus pequeñas miserias, sino como un conjunto de relatos individuales que esconden una dimensión colectiva.

Annie Ernaux: “El Nobel no premia a la escritora en primera persona, sino a la que habla de la sociedad y la memoria”

Su más reciente evolución suele reflejar las circunstancias de grupos sociales que no siempre han tenido derecho a una representación literaria satisfactoria, como las mujeres y las distintas minorías, los hijos de la inmigración (Teju Cole, Fatima Daas), los autores LGTBI (Édouard Louis, Ocean Vuong) o las víctimas de abusos (Christine Angot, Vanessa Springora). En realidad, el yo de la autoficción podría contener multitudes. Incluso en el caso de autores como Karl Ove Knausgård, cuya trayectoria familiar (y existencial) es el espejo en el que pueden mirarse cientos de miles de hombres blancos de su edad.

En un rincón del edificio histórico de la Escuela Normal Superior de París, sobre un claustro laico en el que abundan los árboles desvestidos por el otoño, un colectivo de ocho profesores universitarios investigan desde 1998 las características de este controvertido subgénero. El grupo de trabajo Genèses d’Autofictions está dirigido por Isabelle Grell, especialista en Sartre que lleva años profundizando en la obra de autores como Hervé Guibert, Camille Laurens o Serge Doubrovsky, inventor del término autoficción, o “ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales”, que utilizó para describir su libro Hijo (1977), una novela autobiográfica construida a partir de un manuscrito original de 9.000 páginas. “La mala recepción que tuvo la autoficción en Francia responde al contexto histórico de los setenta”, afirma Grell, en referencia a la árida emergencia del nouveau roman, contrario a la psicología y al pathos, y a las influyentes tesis sobre la “muerte del autor” que pregonaron Roland Barthes y otros intelectuales, interesados en designar “una escritura abstracta” en la que ya no importaba quién era el escritor que se escondía detrás de cualquier obra.

Con el tiempo, el neologismo de Doubrovsky ha ido adquiriendo definiciones cambiantes (por ejemplo, el Larousse y el Robert, los dos diccionarios de referencia en Francia, ofrecen dos acepciones contradictorias) y, a menudo, ha sido usado como sinónimo de una escritura autobiográfica que alterna la narración factual y las técnicas propias de la novela. Para Grell, sin embargo, existen diferencias claras entre la autobiografía, que “tiende a contar toda una vida”, y la autoficción, que suele tirar “de un único hilo” en la existencia del autor. “Pero, sobre todo, en el origen de toda autoficción hay una falla, una grieta necesaria para que entre la luz. Si no, el escritor sigue encerrado en una habitación oscura, con las ventanas cerradas”, afirma la especialista, que considera que este género se ha normalizado y se ha extendido por el mundo, convertido definitivamente en “un testimonio personal y, a la vez, absolutamente universal” sobre cualquier vivencia. Y es ese cambio de percepción el que ha neutralizado las críticas sobre su supuesto exhibicionismo enfermizo y congénito. “En este género también hay mucho pudor. En realidad, existen autoficciones de todos los tipos, del clasicismo absoluto a la escritura experimental”, asegura Grell.

Otra forma de definir la autoficción es por eliminación. Ningún autor asociado a esta variante literaria parece interesado en formar parte de ese club. Casi ninguno acepta la etiqueta de buen grado: Ernaux la detesta, prefiriendo hablar de “autobiografía impersonal”, de “autosociobiografía” o incluso de “escritura de la vida”. Lo mismo sucede con algunos de sus discípulos en su país, del veterano sociólogo Didier Eribon (Regreso a Reims) al citado Édouard Louis, penúltimo fenómeno de las letras francesas con libros que relatan su juventud como homosexual en una familia de votantes del Frente Nacional. “Es una etiqueta a la que es mejor escapar”, asegura la escritora francoargelina Nina Bouraoui, otro de sus máximos exponentes, responsable de una obra que ha alternado la autoficción con la narrativa pura. “En realidad, es una forma de cárcel. Es un género que me gusta como lectora, pero nunca he llegado a decirme que formaba parte de esa familia”.

Nina Bouraoui: “La autoficción es una etiqueta a la que es mejor escapar. En realidad, es una forma de cárcel”

El libro más conocido de Bouraoui, revelada a los 24 años tras su fichaje por Gallimard, es Mis malos pensamientos (2005), que acaba de recuperar Tránsito en castellano, una confesión en primera persona sobre los secretos y heridas de su infancia, con el desgarro de su doble identidad cultural y el descubrimiento de su lesbianismo como telón de fondo. El libro se inspira en sus sesiones semanales de psicoanálisis durante tres años, lo que permite forzar un paralelismo entre la autoficción y la terapia. “Escribir no te cura de nada o, por lo menos, yo nunca he escrito libros para sentirme mejor. Pero hay un parecido: ambos usan la misma herramienta (el lenguaje, la palabra) para restituir una memoria que, muchas veces, está deformada”, responde Bouraoui. Hace 17 años, la escritora ganó el Premio Renaudot con Mis malos pensamientos —y, con él, un sentimiento inédito de “respetabilidad”— dos décadas después de que lo ganara Ernaux con El lugar, primer reconocimiento importante en el camino que la ha llevado hasta el Nobel.

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Los escritores Karl Ove Knausgård y Rachel Cusk, exponentes de la última autoficción, en un acto en el Festival de Literatura de Dublín, en 2012.



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