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Por qué la cultura coreana conquista el mundo

El país asiático lleva años reinando en el cine, las series y la música. Su literatura y su arte contemporáneo empiezan a tener alcance internacional. Convertida en el mejor ejemplo de poder blando, Corea del Sur sigue sacando partido a su buena forma creativa. Estas son las claves de su inesperado éxito

Se denomina poder blando a la capacidad de influir en el mundo sin recurrir a la coerción política, la sanción económica o la acción militar, sirviéndose de una arma tan inofensiva, en apariencia, como la cultura. Lo ejerció Francia hasta los años treinta gracias a su potestad intelectual y luego Estados Unidos desde la posguerra a golpe de Coca-Cola y blue jeans. Lo practicó el Reino Unido en los tiempos de The Beatles (y en los del britpop) y, a otra escala, Dinamarca cuando triunfaban Borgen o la moda hygge. Desde hace un par de años, cuesta encontrar un punto del planeta que encarne mejor esa noción, tan extendida en las relaciones internacionales, que Corea del Sur. El profesor de Harvard que acuñó el concepto, Joseph Nye, ya advirtió en 2009 que el país asiático tenía “los recursos necesarios” para convertirse en un imperio del soft power.

Por qué la cultura coreana conquista el mundo

Cine: Mucho más que ‘Parásitos’

Con su habilidad para convertir la lucha de clases en material de comedia negra y su diabólico dominio del espacio fílmico, pero sobre todo con sus cuatro premios Oscar, Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, marcó la definitiva conquista del público global por parte del cine surcoreano. Una conquista que no estaba protagonizada por un completo desconocido: su anterior película, Okja (2017), ya había motivado una polémica en Cannes cuando los exhibidores franceses condenaron su presencia en la sección oficial por ser una producción de Netflix, circunstancia que también motivó unas incisivas declaraciones del presidente del jurado, Pedro Almodóvar. La precedente Snowpiercer (2013) había jugado la carta del gran espectáculo con reparto internacional y su temprana Memories of Murder (2003) había reportado a Bong Joon-ho la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián.

Al año siguiente de ese galardón, el Gran Premio del Jurado obtenido por la avasalladora Oldboy (2003), de Park Chan-wook, en Cannes llevó a Quentin Tarantino, presidente del jurado, a afirmar que ese trabajo ponía por fin en el mapa internacional a toda una cinematografía. Era cierto que el público occidental no lo había tenido fácil hasta entonces para acceder a las propuestas de una industria sólida en la producción de géneros populares —melodramas, comedias y pelícu­las de artes marciales—, que también albergaba a un imponente arsenal de autores fundamentales de registros tan diversos como los del maestro del melodrama Lee Chang-dong, el poeta de la transgresión Kim Ki-duk, el minimalista autoconfesional Hong Sang-soo, el formalista Kim Jee-won o el calígrafo de la crueldad (a veces animada) Yeon Sang-ho, entre otros. La afirmación de Tarantino era temeraria porque cierta cinefilia occidental, con sentido de la historia y mirada amplia, ya llevaba tiempo con los radares orientados a un país cuyo cine somatizó de manera elocuente los vaivenes de su historia.

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Televisión: Calamares y otros prodigios

La popularidad global de El juego del calamar (2021) es el signo más visible de un fenómeno fascinante en tiempos de geoestrategia pop mediada por las gigantes del streaming. Nos referimos al auge de las series surcoreanas o K-dramas, que se han hecho un hueco en la programación de plataformas como Netflix, cambiando los hábitos de muchos espectadores y desafiando la hegemonía audiovisual anglosajona. Sin llegar a la fiebre causada por ese éxito sorpresa, series como Mi amor de las estrellas (2014), Descendientes del sol (2016) y The World of the Married (2020) han conquistado a un público muy diverso por su mezcla de géneros, su sincretismo industrial y cultural entre los paradigmas orientales y Hollywood, y su retrato cada vez menos complaciente de esa sociedad.

Más allá de hitos tempranos como el folletín histórico Gukto manri (1964) y el melodrama Saeoomma (1972-1973), las series producidas en Corea no tuvieron un impacto mayoritario, ni siquiera de forma local, hasta los ochenta y noventa. Es entonces cuando una parte significativa de la población empezó a adquirir televisores en color, se produjeron sinergias corporativas no exentas de polémica que derivaron en nuevas cadenas y décadas de autoritarismos dieron paso a la democracia (y a un capitalismo desaforado). Love and Ambition (1987), Eyes of Dawn (1991-1992) y otras series con audiencias millonarias propiciaron el surgimiento de un star system televisivo que traspasó las fronteras de Corea del Sur cuando el Gobierno implementó, a las puertas del siglo XXI, una batería de medidas destinadas a hacer de la cultura popular una exportación prioritaria. Las series surcoreanas triunfaron primero en las parrillas del sudeste asiático y después en el resto del mundo, al interactuar Netflix con el mundo creativo del país. Su misión: crear ficciones que legitimen localmente a la plataforma y que tengan una proyección internacional nunca vista. En 2022, Netflix producirá 25 nuevos filmes y series en el país, en busca de otro fenómeno sorpresa.

Arte: Todos los caminos llevan a Seúl

¿A qué se debe la explosión de las artes visuales que experimenta Corea del Sur? ¿Cómo han conseguido eclipsar sus protagonistas las convenciones de ciertas prácticas y la condescendencia que ha manifestado siempre Occidente? El sistema del arte se ha globalizado a la vez que lo hacían la economía y los mercados. Pero lo que ha alterado al mercado del arte es la erosión del eurocentrismo y la apertura de nuevos frentes en otros puntos del planeta. La historia del arte y del pensamiento ya no son la historia de Occidente: su mundialización ha significado no solo una redistribución de poderes, sino también una coexistencia de intereses en el mercado global de las industrias culturales.

Música: Cuando el K-Pop invadió el mundo

Un político y un cantante de heavy metal. Sin estas dos figuras es muy probable que hoy no existiera el K-Pop, ese pop coreano que triunfa en todo el mundo. Hoy supone un 0,3% del PIB del país asiático y se ha erigido en industria que mueve unos 5.000 millones de euros al año. El político es Roh Tae Woo, que se convirtió en presidente de Corea en febrero de 1988. Durante sus cinco años en el poder, propició una transición democrática y liberalizó los medios. Hasta aquel momento las radios públicas casi solo emitían trot, estilo musical autóctono y tradicional.

Con esa apertura, surgió una escena musical en sintonía con los sonidos que triunfaban en el resto del mundo. Uno de ellos era el heavy metal. Seo Taiji pronto se convirtió en la principal figura del género en Corea del Sur. Pero con el cambio de década, Taiji se cansó del metal y reclutó a dos bailarines para formar un combo inspirado en el hip hop y el pop. Seo Taiji And Boys se presentaron a un concurso televisivo de talentos. Quedaron los últimos. Pero el tema, titulado ‘I know’, no se movió de las listas de éxitos durante 17 semanas.

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Libros: El falso mito del país sin novelas

Hasta bien entrado el siglo XX, la ficción en Corea permaneció bajo la onerosa sombra de la historia y la poesía, en gran parte por la influencia china. La lectura era aprendizaje. Los diálogos, el desarrollo de personajes y la profusión de detalles propios de la narrativa no tenían cabida en los textos escritos, ya que no se obtenía ningún conocimiento de esos recursos. Para el gozo estaba el teatro popular, tanto es así que un lector de la revista Korea Review, destinada a los extranjeros, escribió a la redacción en 1902: “¡Corea es una tierra sin novelas!”.

Era una verdad a medias. El habla cotidiana encontró un refugio en las novelas escritas en hangul, alfabeto coreano promulgado en 1446 para que el pueblo raso no dependiera del chino. Historias anónimas de fantasmas, de amor o de venganza eran leídas por la clase media a escondidas, sobre todo por mujeres. Esa corriente, igual que otra más subterránea y vanguardista, fue truncada por la ocupación japonesa, que proscribió el hangul. Tras la liberación, la guerra y el armisticio, llegaron la hambruna, la dictadura, la industrialización y la democracia. En esa sacudida continua, la narrativa fue atenazada por un realismo social empecinado en hablar del desgarramiento del pueblo coreano, con algunas excepciones notables como Viaje a Muyin, de Kim Seung-ok; Río de fuego, de Oh Jung-hee, y Nueve pares de zapatos, de Yun Heung-gil.



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