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‘Futbolítica’: nazismo, Pelé, petrodólares y otras historias de deporte y política

El fútbol pudo ser una religión laica, con iglesia (club, selección), lugar de culto (estadio) y fieles (aficionados). Pero desde el uso fascista de los Mundiales de 1934 y 1938 hasta el cercano de Qatar, la política es la dueña del balón

El opio atonta y baja la guardia. El circo distrae y desvía de lo importante. La alineación en el césped como alienación ideológica. Así suena la quintaesencia de un viejo sermón cenizo y de raíz marxista: Fútbol, vade retro. Durante décadas, el opio y el circo han servido como metáforas para condenar al fútbol a los infiernos de la izquierda.

‘Futbolítica’: nazismo, Pelé, petrodólares y otras historias de deporte y política

Siempre tuvo un papel en el teatro de los sueños que es la política. Cada cuatro años, una consagración: el Mundial. Una factoría de mitos y de emociones, de épica y recuerdos. La marmita de una infancia recobrada con olor a Panini, magdalena de Proust en barrio obrero y plaza de pueblo.

Esa mirada almibarada sobre el Mundial —un entusiasmo naíf que exige vendarse los ojos siendo adulto— la ha complicado más Qatar. Su correlato político incomoda a muchos aficionados. Un gol a los derechos humanos básicos. La enésima genuflexión del balón ante el capital. Más combustible a la hoguera del odio al fútbol moderno en su versión 92.0: tantas como años lleva el balompié globalizado y alejándose de aquel barro original británico sin soplo divino, solo popular. Ha pasado casi un siglo desde la primera Copa del Mundo, la de Uruguay 1930. Y, sin embargo, nada es nuevo. Más bien un eterno retorno cuatrienal.

Italia 34. La orden de Mussolini

Brazos arriba: esto es el fascismo. Todos los futbolistas italianos alzan el mentón alineados en el centro del campo. Hacen el saludo romano, gritan “Italia, Duce” y se lanzan a por la victoria. Roma entera luce carteles de jóvenes atletas con el brazo en alto. 

La raza latina va a competir. En el palco, como una figura futurista llena de ángulos y músculos fornidos, emerge Mussolini. Lo rodean miles de camisas negras. Aquí no se disputa un partido de fútbol. El dictador ha dejado clara su voluntad al presidente de la Federación Italiana de Fútbol.

—No sé cómo lo hará, pero Italia debe ganar este campeonato.

—Haremos todo lo posible.

—No me ha entendido bien, general: Italia debe ganar este Mundial. Es una orden.

Vencer o morir, reza el lema fascista. Italia, con el primer catenaccio de su historia, remonta en la final y derrota a Checoslovaquia. Y el Duce lo aprovecha. Lo cuenta bien Cristóbal Villalobos en Fútbol y fascismo. El día después, una ceremonia conmemora la gesta.

 Los jugadores acuden al acto de masas con el uniforme del partido fascista. Son los comparsas de su victoria. De la de él: il Duce.

Francia 38. “Heil Hitler” en París

El Parque de los Príncipes de París huele a guerra. Hace menos de tres meses que Alemania ha invadido Austria. El botín no solo ha sido territorial; también futbolístico. El seleccionador teutón, Sepp Herberger, ha sumado al combinado alemán a nueve jugadores austriacos, cuartos en el anterior campeonato. Del ­Anschluss, pues, emerge una superselección. Los nazis se ilusionan. Goebbels anota en sus diarios lo siguiente: “Ganar un partido era más importante para la gente que invadir una ciudad del este de Europa”.

En este encuentro inaugural del Mundial de 1938, los futbolistas alemanes gritan “Heil Hitler” en el centro del París libre. Francia consiente. Algo peor sucedió tres semanas antes. Alemania recibía a Inglaterra en el Olympiastadion de Berlín. 

Ondeaban las esvásticas. El palco lo presidían Goebbels, Hess, Göring. La diplomacia británica presionó a los jugadores para que cumplimentasen al Gobierno anfitrión. Interesaba políticamente. Los jugadores capitularon. Los ingleses hicieron el saludo nazi. Mano extendida. Vergüenza nacional.

Tiempo después, el capitán inglés Eddie Hapgood escribiría en sus memorias:

“Estuve en un naufragio, en un choque de trenes y a centímetros de un accidente de avión. Pero el peor momento de mi vida, y uno que no repetiría por propia voluntad, fue cuando hicimos el saludo nazi en Berlín”

“Estuve en un naufragio, en un choque de trenes y a centímetros de un accidente de avión. Pero el peor momento de mi vida, y uno que no repetiría por propia voluntad, fue cuando hicimos el saludo nazi en Berlín”. Inglaterra ganó. La propaganda nazi arrasó.

Suiza 54. Puskas y el “fútbol socialista”

El pelo hacia atrás, la raya marcada, una sonrisa carismática, un trotar de antílope, el instinto asesino frente a la portería. Ferenc Puskas: lo llaman Öcsi (“hermano pequeño”) y es el ídolo de los magiares mágicos, la Hungría comunista que viene de ganar el oro olímpico en Helsinki 52 y que llega al Mundial de Suiza tras cuatro años invicta y dispuesta a arrasar.

Este equipo es el sueño de Gusztáv Sebes, un jerarca de la federación convencido de que el fútbol puede ser un escaparate para el comunismo húngaro. Él es el seleccionador; el zurdo de oro es el mito.

 “Puskas, el niño pobre de Kispest, era la prueba evidente del genio latente en el proletariado, un genio que se expresaba gracias al socialismo”, recoge el libro Puskas sobre Puskas:

Vida y gloria de una leyenda del fútbol. Puskas el intocable. Puskas el peón. Puskas el artífice de un fútbol bello, romántico, atrevido; el delantero que hablaba de “compartir el trabajo de forma igualitaria”. Fútbol socialista.

Sin embargo, el destino se tuerce. La remontada inesperada de Alemania Occidental en la final —lo llamarán el Milagro de Berna, un triunfo anímico de posguerra para los alemanes— aparta la Copa a los magiares mágicos. 

Es el principio del declive para Mátyás Rákosi, el brutal líder estalinista del país. Es el principio del fin de una vida cómoda para Ferenc Puskas.

Hay otro libro escrito por Daniel Entralgo —Puskas— que retrata la dureza y crueldad del régimen con el combinado perdedor. Puskas escaparía de su país tras la revolución de 1956, dos años después de la derrota mundial. Veinticinco años de exilio. Pobres magiares: su tumba política. 

Alemania 74. Silencio de Guerra Fría

Este póster —reversible— va empapado de neblina, humo y no sé qué: pura Guerra Fría. Por una cara, el estadio más triste del mundo: el Nacional de Chile, centro clandestino de torturas. Han transcurrido solo dos meses del golpe de Estado de Pinochet y el asesinato de Allende.

Las grandes alamedas están cerradas a cal y canto. Las eliminatorias del Mundial emparejan a Chile contra la URSS. La ida, en el estadio Lenin de Moscú; la vuelta, en el Nacional de Chile.

Los soviéticos se niegan a disputar ese segundo partido por razones políticas. Solo un equipo está sobre el césped. Los chilenos sacan del centro.

Se pasan la pelota solos. Avanzan ante 17.418 espectadores, Beckett en pantalón corto. Al llegar al área, el capitán—el Chamaco Valdés— empuja el balón a una portería vacía. Treinta segundos y fin del encuentro. Todo lo que rodea ese partido fantasma —y también el rocambolesco partido de ida con el viaje de los chilenos al corazón soviético— lo reconstruye la novela gráfica Silencio en el estadio, publicada esta primavera. Chile se clasifica.

La Unión Soviética se queda sin Mundial, pero a cambio obtiene una victoria moral de eco planetario: la de no validar el régimen de Pinochet en un estadio asaetado por los gritos y el horror.

  • El reverso del póster dibuja una escena del mismo Mundial. Corresponde al 22 de junio de 1974. Estadio Volksparkstadion de Hamburgo. Las dos Alemanias se enfrentan por primera y última vez.

La RDA comunista, un paria futbolístico en su primer Mundial, contra la RFA capitalista: todopoderosa selección capitaneada por Beckenbauer.

Alto voltaje político y la huella de la Stasi presente. Así lo rescata otra novela gráfica: La patria de los hermanos Werner, de Philippe Collin.

El partido lo ganó la RDA, con gol de Jürgen Sparwasser y su icónica camiseta azul. Esa hazaña fue su martirio. Tanto explotó el régimen comunista aquella victoria —ese gol repetido hasta la saciedad— que Sparwasser acabó convertido en un símbolo de la dictadura. Sufrió funestas consecuencias. Por ello cruzó el Muro y se fugó a la Alemania Occidental. Su último gol.

Argentina 78. Tras el bigote del dictador

Papelitos en el cielo y los brazos abiertos del Matador, Kempes. Ese póster con el gol de la victoria en la final de Buenos Aires esconde algo oscuro, turbio, muy negro.

El bigote de Videla. Su dictadura. Sus asesinatos sumarios. Las 30.000 desapariciones forzosas. Las torturas en la ESMA. Las madres de Plaza de Mayo a solas.

Con el Mundial de 1978, la Junta Militar argentina lava su imagen, explota el nacionalismo, utiliza al fútbol. Para que todos miren la Copa y no lo que esconde ese bigote. Y ahí, con un retrato complejo y totalizante que huye de maniqueísmos, rebusca Matías Bauso, autor de 78. Historia oral del Mundial.

El autor hurga en la memoria que aviva ese póster siniestro. “La dictadura y sus atrocidades tomaron toda la narrativa del Mundial”, subraya.

“Se siguió viviendo bajo las mismas reglas (estado de sitio, restricciones a las libertades, censura, temor, similar ritmo de desapariciones que los meses previos), pero esos 25 días no se parecieron en nada a los casi 3.000 restantes”, escribe Bauso. Fuimos utilizados, dijo Menotti. Fuimos felices, piensan muchos argentinos. Fuimos reconocidos, creería Videla tras su bigote. Argentina 78, Qatar 22.

Plomo etarra

Naranjito sonríe, España está feliz. Pero huele a Goma 2. Apesta a terrorismo. La ceremonia inaugural en el Camp Nou abre el Mundial. Solo una hora después, una bala perfora la garita de vigilancia del puerto de Pasaia, en Errenteria. El proyectil atraviesa el parietal izquierdo del guardia civil José Luis Fernández Pernas. Veinticinco años, casado, dos hijos. ETA lo deja herido de muerte. Así arranca el libro Cuero contra plomo.

Fútbol y sangre en el verano del 82, de Alberto Ojeda. Es un original recorrido por el terror que sembraron ETA, las Brigadas Rojas, el FRAP o los GRAPO en España e Italia en aquellos años de plomo.

Un relato paralelo del terrorismo en ambos países y de sus selecciones en aquel Mundial que ganó la azzurra. Un viaje a dos orillas del Mediterráneo en un juego de espejos inquietante. Como las bombas que mutilaron al niño Enrico Pizzamiglio en Italia y que dejaron sin pierna a Alberto Muñagorri, un niño de 10 años a quien le explotó una bomba en pleno Mundial. Otro póster roto.

De Pelé a los petrodólares

Dijo Eric Hobsbawm que el fútbol encarna “una religión laica del proletariado”. Con su iglesia (el club), su lugar de culto (el estadio) y sus fieles (los aficionados). Con reliquias (camisetas), con santos (futbolistas), con un solo Dios (Maradona). La cita la recuerda Mickaël Correia en Una historia popular del fútbol. Pudo ser una religión. Pero la futbolítica se impuso. En cada Mundial.

Las torturas de la dictadura brasileña eclipsadas por las gambetas de Pelé en México 70.

La revancha patriótica argentina contra los ingleses por las Malvinas en México 86, barrilete cósmico, de qué planeta viniste. La trascendencia política del triunfo alemán en Italia 90 poco antes de la reunificación.

El asesinato del defensa colombiano Andrés Escobar, por un sicario del narcotráfico.



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