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“Los momentos más violentos son, desgraciadamente, los más creativos”

El escritor Pascal Quignard, autor de de ‘Todas las mañanas del mundo’, clásico heterodoxo de las letras europeas, publica su última novela, ‘El amor el mar’. En esta entrevista reflexiona sobre el arte, la vida y el compromiso. Y toca el piano

“Soy el único escritor francés, debe usted saberlo, que jamás ha firmado el más mínimo manifiesto”, sonríe Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 74 años) cuando estamos a punto de despedirnos. “No creo en lo colectivo”.

El escritor Pascal Quignard en su apartamento de París.“Los momentos más violentos son, desgraciadamente, los más creativos”

Quignard mira con una punta de timidez y responde:

–No.

El autor de Todas las mañanas del mundo, alejado desde hace tres décadas del mundanal ruido, es todo lo contrario de este espécimen literario tan francés que es el escritor engagé, comprometido con una causa política o social. Él rehuye las manifestaciones, carece de vocación de abajofirmante. Prefiere vivir con sus libros, su música, sus animales.

“Mi gato no está engagé, mi cuervo no está engagé, mi urraca no está engagée, mi río no está engagé, la tierra no está engagée, yo no estoy engagé”, declara. “Una de las cosas bellas de Francia es esta especie de anarquismo letrado y desesperado, el de Montaigne o La Boétie. Me siento bien en esta posición. Mi única compañía es esta: la de los solitarios”.

Hay escritores y luego hay literaturas: Quignard es una literatura él solo. Autor de más de medio centenar de obras, músico además de escritor, clásico vivo de las letras europeas sin haber hecho concesiones a la galería, creador de un género inclasificable que conjuga relato, ensayo, aforismo, historia, filosofía y poesía, un raro que no se parece a nadie, ahora publica en castellano su último libro, El amor el mar (Galaxia Gutenberg, traducción de Ignacio Vidal-Folch). La novela es un compendio de todo Quignard: el estilo fragmentario, la fascinación por los músicos del siglo XVII, la voz que viene del fondo de los siglos, el narrador intemporal, moderno y arcaico a la vez.

Cuando Quignard se pone las gafas, abre la partitura y se sienta al piano, es como si la novela y la realidad se fusionasen. Los personajes se hacen presentes en el diminuto salón del apartamento donde recala cuando pasa por París. Quignard se transmuta en un personaje. La pieza que interpreta se titula Meditación sobre mi muerte futura la cual se toca lentamente con discreción. Podría ser una frase de Quignard, pero el autor es el clavecinista Iohann Iacob Froberger, personaje de El amor el mar, y uno de esos nombres semiolvidados que Quignard se ha especializado en resucitar junto a su amigo el maestro Jordi Savall.

“Yo ya no puedo tocar el violín, tengo artrosis”, lamenta Quignard. “El piano sí. Lo toco cada día. Al atardecer, cuando la cosa se entristece, cuando se va el sol”. Toca Froberger, o Chausson, “el equivalente en música a lo que Mallarmé era en poesía”, explica, y compositor de una obra titulada Poemas del amor y del mar.

En la música, al tocar así para sus invitados, o en los recitales en los que participa recitando, encuentra algo que, después de medio siglo publicando, no le da la literatura. Es lo que él llama “las pequeñas angustias”, por oposición a las grandes angustias, las depresiones que sufrió en el pasado.

“Yo he rechazado los honores, la Academia, no me veo con nadie, me veo con ustedes, pero esto ocurre raramente. Paso mis mañanas, mis noches, mis días como un gato sobre su radiador. Y, al cabo de un momento, al gato le falta la angustia.”

–¿Usted busca la angustia en la música?

–Exactamente. Lo que busco es una emoción imprevisible.

–Su escritura ya es imprevisible: digresiva, casi improvisada.

–Sí. Intento no hacer discurso, no hacer nada que pertenezca al mundo ni a la política, una lengua algo más salvaje. Es lo que busco en la oscuridad del teatro: algo un poco más auténtico.

–¿Auténtico?

–Sí. Por eso vivo rodeado de animales. Los animales son restos de la tierra. Es como si hubiese una gran diferencia entre la tierra, que habría seguido siendo salvaje y que el hombre intenta destruir, y el mundo humano: magnífico, pretencioso, belicoso. Yo estoy más bien del lado de la vida y la tierra que del mundo y la guerra. Diferencio entre la tierra y el mundo, entre la sensación y la representación. La representación no me interesa.

En 1994, Quignard era un hombre poderoso en el París literario. Ocupaba el cargo de secretario general de la editorial Gallimard, el número uno después de los propietarios. Era el autor de Todas las mañanas del mundo, que el cineasta Alain Corneau llevó al cine con Gérard Depardieu como protagonista y con Savall al cargo de la música. Un día cortó en seco y se instaló en la provinciana Sens, a 130 kilómetros de París, en el departamento del Yonne. Como Monsieur de Sainte Colombe, músico recuperado por Savall y Quignard, o como algunos personajes de la nueva novela, renunció al escenario.

“Lo que me conmueve tanto de la identidad y la vida de Jordi Savall es el sentido de la continuidad en las épocas, de una confraternidad con los tiempos de los solitarios y los olvidados”, dijo en una conversación con Savall publicada en el monográfico de la editorial L’Herne dedicado a Quignard. Estas palabras se las podría aplicar a sí mismo. Pero él, al contrario que Sainte Colombe que se negó siempre a salir de su aislamiento, había conocido el escenario antes de marcharse. En el fondo, gracias a su prolífica obra, nunca ha dejado de estar en él.

“Si quiere saber cuál es el escritor al que más admiro”, dice, “es Chuang-Tse y los taoístas, que rechazan la sociedad y están en la montaña. Chuang-Tse dice que no hay que escribir, sobre todo no hay que hacer nada. Yo escribo mucho. Es una contradicción. La asumo. Mi manera de vivir es escribir. No vivo las cosas si en un segundo tiempo no las vuelvo a vivir por medio de la escritura. Los gatos, de cada 24 horas duermen 20. Pienso que lo esencial de sus vidas consiste en soñar la vida que han tenido en las cuatro horas que estaban despiertos. Me parece que estoy construido igual”.

¿Vanidoso? “La mirada de las academias o de los colegas nunca me ha interesado”, replica. “Pero quizá en esto hay una forma de vanidad animal. Los animales son muy orgullosos, hay un orgullo animal al no necesitar el juicio de los demás”.

Quignard es al mismo tiempo un autor consagrado —si no fuese porque Francia ha tenido tres Nobeles en los últimos 15 años, sería un candidato firme al premio— y de minorías. En España contó con lectores de lujo como Rafael Conte, crítico histórico de EL PAÍS, quien escribió: “Voy a decirlo –más bien repetirlo, pues no es la primera vez que lo digo– de la manera más clara y contundente que pueda: Pascal Quignard es, dejando aparte viejas glorias supervivientes, el mejor escritor francés de hoy. Quizá demasiado bueno para la universal rebaja cultural que la literatura padece en el mundo entero”. Pero nunca fue del agrado de todos. Cuando en 2002 recibió el Goncourt, Jorge Semprún, miembro discrepante del jurado, se quejó: “Es muy clásico, muy previsible y muy prolijo. Todo esto es finalmente muy parisino, incluso muy parisianista”. Su obra en castellano la han publicado, además de Galaxia Gutenberg, Espasa, Minúscula, Funambulista, Sexto Piso, Pre-Textos, Debate, entre otras editoriales.

Cuando le preguntamos cómo definiría el género que practica, responde: “Soy un barroco. Busco la intensidad de la emoción por cualquier medio. No soy un clásico, no busco la perfección. Los barrocos buscan la intensidad, no la belleza. Si podemos hacer llorar somos felices”. Y aclara: “La intensidad es el momento en el que las cosas se desbordan. Es lo mismo con el amor. La sexualidad no es más que desbordamiento, es un brotar. Hay obras, obras muy bellas, que son calma, equilibrio, y puede estar muy bien. Y, en cambio, hay obras que buscan solo la intensidad, el desbordamiento, el brotar: estas son las barrocas”.

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Quignard, reflejado en un espejo de su casa de París.

El amor el mar es una historia de un amor desbordado entre dos músicos imaginarios, un tal Hatten y la nórdica Thullyn. Es una historia que, para Quignard, remite a sus orígenes. Su madre era depresiva y quien se ocupó de él durante sus primeros meses fue una joven alemana llamada Cecilia Müller. Era la posguerra. Le Havre, donde creció, estaba en ruinas. Los alemanes estaban mal vistos y Cecilia Müller no pudo renovar su permiso de residencia en Francia y tuvo que marcharse. El pequeño Pascal tenía un año y medio. Para él fue un golpe.

“Yo creía que ella era mi madre, tuve una depresión, dejé de comer. Y sin duda esta separación incomprensible se mezcló, para mí, con el amor”, dice. “La diferencia sexual entre un hombre y una mujer también es incomprensible. Es maravilloso y a la vez incomprensible. Nunca sabremos lo que piensa una mujer, ella nunca sabrá lo que nosotros pensamos. No sentimos las mismas emociones ni los mismos placeres. No tenemos el mismo cuerpo. Y esto se convirtió en el tema de este libro: el amor como separación incomprensible”.

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Una partitura con anotaciones del escritor Pascal Quignard en su apartamento de París.

 

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