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Joseph Mitchell, el de la vieja Nueva York

El legendario reportero de ‘The New Yorker’ regresa a las librerías con una recopilación de historias sobre la gente y el ambiente del puerto

Si hay un personaje de aura mítica en la edad dorada del periodismo americano es Joseph Mitchell. Su vida y su personalidad cautivan tanto como todo lo que escribió este narrador melancólico de la vieja Nueva York, un cronista elegante que en los años cuarenta fijó para siempre el modelo New Yorker, ese periodismo largo, bueno y bello que más tarde inspiraría a Talese, Wolfe, Breslin, Capote, Didion, Thompson y toda aquella banda que escribía torcido. Un espíritu sensible que acuñó una frase inmortal digna de ser cincelada en redacciones y palacios: “La gente corriente es tan importante como usted, quienquiera que usted sea”.

El reportero de ‘The New Yorker’ Joseph Mitchell, en el Greenwich Village de Nueva York.Joseph Mitchell, el de la vieja Nueva York

Sus mejores crónicas —un festín para los amantes de Nueva York y un manual de reporterismo— quedan recogidas en La fabulosa taberna de McSorley, publicado en español por Jus hace un lustro. 

Esa antología acrisola las virtudes de un narrador que elevó a arte el perfil periodístico de los nadies y de las nadas. Que focalizó su interés y su prosa en bares de mala muerte, en pensiones añejas, en mujeres barbudas, gitanos carismáticos, fanáticos predicadores, taquilleras de cine y bohemios de toda clase. 

No hay gente pequeña, insistía Mitchell. Quizá lo decía porque, a pesar de su traje de buena marca y su elegante sombrero ladeado, aquel hombre taciturno enamorado del ayer nunca olvidó sus orígenes.

Nacido en una granja de tabaco y algodón en el condado de Robeson, Carolina del Norte, Joseph Mitchell llegó a Nueva York el día después del crack del 29.

Tenía 21 años y aquel encuentro fue un flechazo. Se enamoró de la gran ciudad como solo un forastero romántico es capaz de hacerlo. Para avivar esa ardiente pasión fue clave el consejo que le dio su primer director en el Herald Tribune: para ser buen reportero, camina. Eso hizo Mitchell toda su vida. 

Caminar, en baladas solitarias, por cada rincón de Nueva York. Mirándola, escuchándola, sintiéndola; descubriéndola cada día en una suerte de adicción cotidiana que mantuvo hasta el final. Así lo relata un libro excepcional publicado en 2015 y que merece ser traducido ya al español: Man In Profile, una biografía exquisita de Thomas Kunkel sobre la vida de Joseph Mitchell.

Ahora, cinco años después, el autor regresa a las librerías españolas. Tal vez sea un Mitchell menor a lo visto hasta ahora. Quizá peque en exceso de largas enumeraciones y detalles anacrónicos. 

Pero un Mitchell es siempre un Mitchell, y El fondo del puerto compila seis piezas mayores escritas entre 1944 y 1959. Como anuncia Lucy Sante en el prólogo, constituyen el epitafio del puerto de Nueva York y de aquello que más interesaba a Mitchell: sus gentes, sus tradiciones, sus lugares, sus ambientes.

El motor que activa a Mitchell es invariable: qué hay detrás de lo aparente. Eso, y las vidas comunes. Como la de Louie, con sus andares dislocados de camarero veterano y obsesionado con los restos de un antiguo hotel de borrachines, jubilados, viejos chiflados y marineros errantes. 

Vidas como la del patrón Roy, que sueña con los cientos de barcos carcomidos que se pudren en el fondo del puerto. 

Como la del bahiano Poole, que narra cómo todos los años, a mediados de abril, emergen en un punto del puerto cuerpos de suicidas, de bebés bastardos, de marineros y hasta de gángsters. Vidas como la de Ellery Thompson, un yanqui de ojos tristes cuya familia lleva trescientos años pescando en esas aguas; un filósofo del mar y pintor aficionado que odia las prisas y que es capaz de resumir la Historia entera en una frase: “Un ciego guiando a otro ciego para salir de la sartén y caer en las brasas”.

Además del primer y excelente reportaje, hay otro texto que sobresale en este volumen. Acontece en Sandy Ground, un pueblo casi deshabitado. 

Surgió con el boom de las ostras que flanqueaban las costas de Brooklyn, Queens o Manhattan hasta que la contaminación del Hudson hundió el negocio. 

Mitchell visita ese poblado y ve una sombra de lo que fue. Con los porches vacíos. Con el eco de las voces infantiles ya apagadas. Allí pasará un día entero con el señor Hunter, un anciano que lo acompaña al cementerio lleno de maleza para mostrarle su propia lápida, ya preparada y con el único vacío de la fecha de defunción. 

El toque nostálgico, siempre atemperado por ese punto de humor y vitalidad que destilan sus crónicas, lo pone el señor Hunter con una frase: “Cada mañana el mundo vuelve a empezar”. Algo parecido sucede con las crónicas de este amanuense de la no ficción: cada crónica suya renueva la fe en el periodismo literario y en el secreto de Joe Mitchell: trabajar mucho, publicar poco y nunca dejar de caminar.

 

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