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Goran Petrovi: pasión por la lectura

‘La mano de la buena fortuna’, en la que el escritor serbio Goran Petrovirinde homenaje a la lectura y los lectores

Era una frase en serbio. Y también la siguiente. Compuesta manualmente. Impresa en letras cirílicas. Entre los renglones se vislumbraba la impresión del reverso de la página. Originalmente de un blanco perfecto, el papel presentaba manchas amarillas del tiempo que se cuela por todas partes…

Portada del libro “La mano de la buena fortuna”Goran Petrovi: pasión por la lectura

La luz en el cuartucho era débil; los picados hombros del edificio gubernamental vecino tapaban la vista desde la ventana, por lo que había que esperar hasta el mediodía para recibir una rojiza tajada de sol, que allí nunca duraba más de un cuarto de hora, siempre y cuando no estuviera nublado como ese día de finales de noviembre. Tal vez por eso el joven estaba encorvado, con el rostro casi metido entre las tapas del libro. Después de leer la primera página, la pasó con cuidado, pero no prestó atención a los siguientes renglones antes de cerrar el libro y empezar a inspeccionar la encuadernación hecha de safián rojo frío, desde luego demasiado elegante para los tiempos actuales.

–¿Entonces? –dijo el hombre, sin que su rostro delatara emoción alguna que fuese digna de una descripción.

–¡¿Entonces?! –El joven se andaba con rodeos a pesar de que intuía lo que se esperaba de él, tratando de ganarse otro instante para reflexionar.

–Entonces, decídase, ¿acepta? –El hombre frunció el ceño ligeramente.

–No estoy seguro… –comenzó Adam Lozanic´, estudiante de Filología, becario del departamento de Lengua y Literatura Serbias, corrector externo de la revista de turismo y naturaleza Nuestras Bellezas–. No estoy seguro de qué debo decir, esto ya es un libro, no un manuscrito.

–Claro que no. Lo importante es que usted cumpla con las condiciones. Lo cual significa que no va a dejar ninguna anotación u otra huella escrita más allá del estricto objeto de su trabajo. La discreción se sobreentiende. 

Si considera que la remuneración es insuficiente, estoy dispuesto a ofrecerle… –El hombre se inclinó hacia él con un tono confidencial.

Adam ya se había quedado pasmado con la primera oferta que le había hecho. Con la suma, ahora duplicada, podría vivir cómodamente cinco o seis meses sin preocuparse por el alquiler, terminar tranquilamente su tesis de licenciatura y, por fin, acabar sus estudios. 

Y si a esto le añadimos su trabajo como autónomo en la revista Nuestras Bellezas, tendría suficiente para salir del desastre económico en el que se encontraba.

–Es generoso. Pero mi trabajo tiene sentido, cómo decirlo, sólo si se aplica a los manuscritos. El libro es algo ya impreso, definitivo, y ahí la corrección o la lectura no pueden cambiar gran cosa. Además, no sé qué diría de todo esto el autor, el susodicho… –vacilaba el joven, abriendo de nuevo las tapas de safián; en la portada interior destacaba el título mi legado en letras grandes, y más abajo: «Escrito y publicado por cuenta del señor Anastas S. Branica, literato».

–Creo que no tendrá nada en contra; hace cincuenta años que no está entre nosotros –dijo el hombre con una sonrisa forzada–. Insisto, no tiene parientes. Pero, aun si los tuviera, este ejemplar es propiedad privada y considero que tengo derecho a hacer algunas correcciones. 

Si quisiera, yo podría subrayar renglones, llenar márgenes, incluso arrancar las hojas que no me gustan. 

ante mis ojos incluso cuando no estoy frente a ellos. Podría comenzar mañana por la mañana… –se demoraba el joven innecesariamente, como si evitara preguntarse en qué asunto se estaba metiendo.

–Entonces, a las nueve en punto. No se retrase. Si me veo impedido, lo recibirá mi esposa. –El cliente se levantó y salió del cuartucho.

Adam Lozanic´ se quedó mirando fijamente el calendario ladeado, clavado en la puerta que acababa de cerrarse. El indicador cuadrado marcaba el lunes 20 de noviembre. ¿¡Lo recibirá mi esposa!? ¿¡Dónde!? ¿¡Y qué podría significar todo eso!? ¿Acaso conocería el misterioso hombre su pequeño secreto? Se estremeció. Sin embargo, estaba convencido de que jamás se lo había dicho a nadie. Desde hace un año, de vez en cuando le parecía que durante sus lecturas se topaba ¡con otros lectores! Sólo de vez en cuando, esporádicamente, pero cada vez con mayor claridad, recordaba a esa gente, en general desconocida, que simultáneamente leía con él el mismo libro. Recordaba algunos detalles como si realmente los hubiera vivido. Con todos sus sentidos. Por supuesto, jamás se lo había confesado a nadie. Lo tomarían por loco. En el mejor de los casos, chiflado. A decir verdad, cuando se ponía a pensar en esas cosas extrañas, él mismo llegaba a la conclusión de que su personalidad rayaba peligrosamente el límite del sano juicio. ¿¡O imaginaba todo eso por el exceso de literatura y la falta de vida!?



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