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Odesa y el valor de los símbolos

La ciudad portuaria, recientemente atacada, está marcada por signos culturales como Kiev lo está por los religiosos

Durante años hubo en Odesa, no sé si existirá todavía, una peña del Real Madrid. En una noche memorable del invierno de 1973, Mariano García Remón mantuvo su portería imbatida ante los ataques del Dynamo de Kiev y ganó ese sobrenombre: “El gato de Odesa”, al que la peña rendía permanente homenaje.

Odesa y el valor de los símbolos

Hoy los ataques a la ciudad no tienen lugar en el país imaginario de los símbolos y los juegos, sino en la realidad física, material, atravesada por la guerra y la muerte. Por eso hay algo obsceno en hablar de arte y guerra a la vez. Pero también es necesario, aunque sólo sea para deshacer ese letal lugar común que incita a confundir el arte y la vida.

El aeropuerto de Odesa ha quedado inutilizado, el puente de Zatoka ha sido volado con el afán de comunicar zonas de influencia rusa. No obstante, Odesa está sobre todo marcada por signos culturales, como Kiev lo está por los religiosos. Es decir, que además de reales, son ciudades imaginarias.

En 1905, el ejército del zar reprimió con una terrible carga al pueblo sublevado por la marinería del buque Potemkin. Un capítulo de la célebre película de Eisenstein se titula justamente ‘La escalera de Odesa’: La mujer que conduce un cochecito de niño es alcanzada por una de las balas contra los sublevados; el carrito desciende dando botes por la escalera que lleva al puerto; la angustia del espectador debe mucho al manejo de la cámara por Eisenstein: El tiempo en vilo de la narración, el aislamiento acústico de la película muda…

Un motivo u otro nos puede llevar a pensar que todos los grandes escritores rusos fueron ucranios: Púshkin (allí está su museo), Gógol, Bulgákov, Anna Ajmátova, Svetlana Aleksiévich… No es así, naturalmente, pero produce vértigo pensar que, lo mismo que el tiempo, el espacio —la inmensa extensión inabarcable— tampoco es homogéneo, y que la magia artística es capaz de comprimirlo en un (relativamente) pequeño fragmento de insólita densidad simbólica.

¿Por qué, si no, hay personas dispuestas a entregar la vida en su defensa —habíamos olvidado, por cierto, esta donación humana de sentido, que creímos propia de las guerras viejas— y otras cometen mayúsculas atrocidades por su ocupación?

En el llamado Palacio Gagarin, de Odesa, y fundado por un antiguo oficial del KGB, como Putin, se encuentra un extraordinario museo dedicado a la literatura soviética.

  • La instalación vanguardista en un palacio neoclásico de decoración barroca es un exacto correlato estético de la Revolución.

El museo ha integrado ya otros materiales de la cultura post soviética, pero quedan los fotomontajes, las craqueladas geometrías, las esculturas como armazones que mantienen más o menos fresca la evocación constructivista. Isaak Babel, el prodigioso escritor que hoy forma parte del merchandising turístico de la ciudad, contribuyó de forma decisiva a dar forma al símbolo literario, europeo y meridional de Odesa, obrando el milagro de hacernos creer —como ocurre con todos los símbolos auténticos— que esas características pertenecen a la realidad, que el escritor ante ellas sólo ha hecho de partera. Es el don del arte.

Stalin lo fusiló en 1941. En sus extraordinarios Cuentos de Odesa no figura el titulado precisamente así, ‘Odesa’, que comienza diciendo: “Odesa es un lugar horrible. Todo el mundo sabe que aquí se destroza el idioma ruso. De todos modos, opino que hay en ella mucho de bueno y que posee más encantos que cualquier otra ciudad del Imperio”.

Publicadas en algún periódico en torno a 1917 y rescatadas muchas décadas después por su hija, Nathalie Babel, en una edición que en España se tituló Debes saberlo todo. Relatos 1915-1937 (Alianza, 1976), estas páginas traslucen la ansiedad de un joven escritor que se plantea los problemas de la inspiración, la frenética elaboración literaria de la experiencia… Pero lo que se dice de Odesa es bastante para comprender cómo los hechos brutos de la realidad pueden retornar catastróficamente.

Babel admiraba —más que a nadie— a Maupassant; uno de sus cuentos se titula con su nombre. Pero las dos cosas, quiero decir, están conectadas: Odesa y Maupassant, Odesa y Francia, Ucrania y Europa. Para él la ciudad es luminosa, sencilla, tranquila: “El habitante de Odesa es la antítesis del hombre de Petrogrado”. Pero sobre todo es “la única ciudad de Rusia que puede engendrar lo que tanto necesitamos: nuestro propio Maupassant”.

La alegría, el verano, el sol sobre los jóvenes, el olor de las acacias en primavera, todo eso es Maupassant para Babel, y a un bolchevique de primera hora como él, lo que le gustaría es que la pesantez de Dostoievski, la de Rusia entera, la lentitud de la nieve sobre la estepa, la opresión del alma junto al samovar, fuesen invadidas por la claridad y la ligereza, no al revés. “Rusia —escribió— es un parís tortuoso y corrompido, porque en Nihzny, Pskov y Kazan la gente es flácida, pesada, inescrutable, patética y a veces infinita y pasmosamente aburrida”. Por eso pensaba que los rusos se han sentido atraídos por el sur, por el sol y por el mar desde hace muchos siglos.

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Fachada del Museo de la literatura de Odesa



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