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El arte de la relectura

La coincidencia de las obras de ‘Oklahoma!’, ‘My Fair Lady’ y ‘Cabaret’ en la cartelera de Londres suscita una pregunta: ¿deben esos clásicos ser necesariamente actualizados, adaptados y acomodados al contexto actual?

Aunque es un género relativamente reciente, el musical ya tiene sus clásicos, que han entrado en el selecto y a menudo dispendioso circuito donde pueden ser releídos como si fueran Hamlet o Dido y Eneas. Hemos dicho “pueden”, pero habríamos podido decir “deben”. He aquí la cuestión: ¿son necesarias las relecturas? ¿Para qué sirven? ¿Realmente todo debe ser actualizado, adaptado, acomodado, o bien cuestionado, incluso distorsionado? ¿Tiene que remitirnos todo al presente? O, desde otro punto de vista, ¿no hay necesidad de releer un clásico porque la riqueza de significado sobrevive heroicamente al paso de la historia y no requiere subrayados coyunturales? ¿No vienen las obras, en cierto modo, ya releídas de casa, pues lo que se ha dicho una vez nunca es lo mismo cuando se vuelve a decir? Y un interrogante más: ¿no tienen las relecturas el efecto a menudo benéfico de que, al ver lo que se ha cambiado, añadido, suprimido, etc., leemos sobre todo —y mejor— el original? Tres revivals coinciden ahora mismo en la cartelera de Londres y, en distinto grado y por distintos medios, los tres señalan a nuestros días. Por orden cronológico de composición, vamos a intentar contribuir al debate.

Escena del musical ‘My Fair Lady’, de Lerner & Loewe en el London Coliseum.El arte de la relectura

Esta histórica función, el primer “musical de libreto”, evolución del género de comedia con canciones y bailes sin unidad dramática ni leitmotivs de las décadas de 1920 y 1930, “cambió radicalmente –según Alan Jay Lerner– el curso del teatro musical”. Basada en una obra de teatro ya olvidada en su día (Green Grow the Lilacs, de Lynn Riggs, de 1930), se estrenó en 1943, en plena guerra mundial, y tenía los suficientes elementos para ser acogida como un gran idilio americano, animoso y patriótico. Pero el texto, entonces como hoy, tiene sus complejidades. Patrick Vaill, uno de los actores clave de esta novedosa y joven versión, en la que él lleva desde sus orígenes (2015) en un taller universitario del Bard College de Nueva York, ha declarado que “no fingimos ser esos personajes, revelamos quiénes somos nosotros”. El nosotros sin duda alude al pueblo americano. Pero ¿no lo revelaba, entre todo su entusiasmo y sus alegres e ingeniosas melodías, la función en 1943?

El libreto de Hammerstein introducía ya en el cuadro de una comunidad pionera algunos elementos conflictivos, que es lo que ahora se trata de resaltar. 

My Fair Lady

El caso de My Fair Lady, estrenada en 1956, y ahora en un montaje de 2018 del Lincoln Center de Nueva York, es el único de los aquí tratados en que remitirse a la obra teatral de la cual parte, Pigmalión (1914) de George Bernard Shaw, parece pertinente. Pues se trata de una relectura blanda: Shaw debe de removerse en su tumba cada vez que se lleva a escena, primero porque había prohibido que de su obra se hicieran musicales, y segundo porque odiaba la suposición de que los dos protagonistas acababan juntos (hasta tal punto que, cuando en 1941 se publicó el texto, añadió un largo epílogo en que dejaba muy claro que Eliza y el profesor Higgins ni se enamoraban ni se casaban, sino que quedaban como amigos). Ciertamente Pigmalión es una farsa desconcertante, insolente y muy moderna –de hecho socialista– contra “la moralidad de la clase media”, también en el aspecto del amor y sus instituciones. My Fair Lady, en cambio, es más que nada una opereta graciosa, perfecta y romanticona. En tiempos en que dos de sus temas principales –la clase y el género– son especialmente candentes, se diría que un nuevo montaje debería verse tentado de rebajar a Lerner & Loewe y restaurar a Shaw. Bartlett Sher, el director de este en concreto, se ha decantado por Lerner & Loewe, pero con elegantes matizaciones.

El espectáculo es tremendamente Broadway: los decorados bailan literalmente gracias a ingenios giratorios y a un constante movimiento a menudo activado por el propio elenco; la profusión de espacios, actores, músicos, bailarines y cantantes prodigiosos es abrumadora; las luces, sofisticadísimas; y en la función de Londres hasta sale Vanessa Redgrave. Sus virtudes de teatro de mecanismo, dirigido sin fallo a golpe de metrónomo, parecen sobreponerse a todo y ciertamente diluyen las sustancias problemáticas. 

Cabaret

Esta función es la que más cuestiones suscita en torno a las relecturas, y no precisamente por su florida historia textual: no solo es, como las otras, adaptación de una obra teatral (I Am a Camera, de John van Druten, estrenada en 1951 y llevada al cine en 1955), sino una adaptación de una adaptación (de las autobiográficas Berlin Stories de 1939 de Christopher Isherwood). Sin embargo, Cabaret, desde su estreno en 1966, por sus innovaciones dentro del género, siempre ha oscurecido sus precedentes y brillado con luz propia. ¿Necesitaba, en fin, esta obra pulcra y a la vez osada, de filiación brechtiana, irreprochable en su concepción, discurso e intenciones, ser releída? ¿Qué se le puede sacar que no haya estado siempre a la vista? La directora, Rebecca Frecknall, recupera la idea de Sam Mendes de 1993 de convertir el teatro (aquí, todo el teatro, incluido el vestíbulo) en un cabaret, con una carísima reducción de aforo y un pequeño (¡muy pequeño!) escenario central con mesitas alrededor donde se da de comer y de beber: como en Oklahoma!, la inmersión del público es completa. Pero Frecknall se aleja de los modos cínicos y guarrindongos de Mendes para jugar —vaya temeridad— con la naïveté y el sentimentalismo. El temible maestro de ceremonias parece convertido en un clown de maneras infantiles; Fra Free, el actor que lo interpreta, canta a veces con voz de monaguillo. Amy Lennox, en el papel de Sally Bowles, que siempre ha sido bastante payasa, canta Maybe This Time (traída, como Money Money, de la película de 1972, no de la función original) como una ensoñación tristísima, casi en voz baja, sin ímpetu de superviviente ni alardes vocales. Los números de cabaret son, ante todo, festivos, escapistas, leave your problems outside. La pareja formada por la patrona de la pensión y el frutero judío no está sometida a escarnio, es dulce y emotiva. El viajero novelista es lo que siempre ha sido: un joven generoso y romántico; pero su función de voz de la conciencia es dramáticamente irrelevante.

Entonces ¿dónde está lo grotesco? ¿Dónde el espejo deformante? Esperemos un momento. 

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Escena del musical ‘Oklahoma!’, de Rodgers & Hammerstein en el Young Vic, Londres.



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