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Cómo defenderse de los ciber acosadores

Facebook se ha convertido en una herramienta de propagación de noticias falsas y Twitter en un instrumento útil para los linchamientos, la demagogia y el uso del cinismo como sustituto del pensamiento elaborado

El volumen de comentarios insultantes y abusivos en las redes sociales resulta insoportable. Me encuentro todo el tiempo, un día tras otro, con tuits que me llaman farsante, mier…, mentirosa, gorda, chiflada, ¡es agotador!

Cómo defenderse de los ciber acosadores

A eso se añaden las provocaciones y los cuestionamientos constantes donde se tergiversan mis palabras y se aprovecha cualquier oportunidad para decir que he cambiado de criterio, que me he acobardado o lo que sea. Hay que hacer grandes esfuerzos para mostrarse educada y tranquila ante ese diluvio.

Explicaré los antecedentes. En las últimas semanas me he visto envuelta en una especie de tormenta en Twitter, sin que los responsables de la red social hayan podido hacer mucho para detenerla. El detonante fue esta vez una discusión sobre la diversidad étnica de Reino Unido en la época romana.

Todo comenzó en julio, cuando un comentarista criticó un video educativo de la BBC sobre una familia en la Bretaña romana, en la que el padre, un soldado de alto rango, negro (eran dibujos animados, así que no se puede precisar mucho más). El comentarista se quejó en Twitter y en una página web cercana a la llamada derecha alternativa. “La izquierda”, escribió, “está literalmente tratando de reescribir la historia para fingir que en Gran Bretaña siempre hubo una inmigración masiva”.

Algunas personas se me adelantaron en el rechazo a la crítica y describieron muchas de las pruebas existentes sobre la diversidad étnica y cultural de la provincia. Yo me sumé bastante más tarde y dije que el vídeo era “muy atinado”. Por ejemplo, creo que el personaje de la BBC estaba vagamente basado (con ciertas variaciones cronológicas) en Quintus Lollius Urbicus, un hombre procedente de la actual Argelia, que llegó a ser gobernador de Bretaña; se puede visitar su tumba en las ruinas de Tiddis, en el país magrebí.

Después de mi breve comentario comenzaron los ataques, que se prolongaron durante semanas. Sin llegar a ser amenazas de muerte (como le ha ocurrido a mi colega estadounidense Sarah Bond, que tuvo la osadía de decir que las estatuas clásicas, en su origen, no eran blancas), forman un torrente de insultos de lo más agresivo contra todos los aspectos de mi persona, desde mi competencia como historiadora y mis puntos de vista elitistas, propios de quien vive en una torre de marfil, hasta comentarios sobre mi edad, mi silueta, mi sexo (vieja chiflada, obesa, etcétera). Han quedado bastante compensados por las muestras de apoyo y, uno por uno, no pasan de ser irritantes, pero el efecto acumulado es muy desagradable.

La cosa empeoró cuando intervino Nassim Nicholas Taleb (ensayista que reside en Estados Unidos) y no para darme la razón. Su participación desató todavía más insultos. Una persona, por ejemplo, colgó una foto de Taleb con un mensaje dirigido a mí: “¿qué le parece esto?”. Cuando respondí que me sentía ligeramente acosada, otro replicó: “no, esto es un verdadero debate. Si hubiera más, quizá sería mejor historiadora”. Ese mismo tipo publicó después una caricatura de una rana que tapaba la boca de una mujer con la “mano”, lo cual, por cierto, da idea del tono sexista: mientras que Taleb era el profesor Taleb, yo era la señora Beard (los títulos académicos me importan bastante poco, pero es interesante la diferencia en el tratamiento).

Taleb fue un poco menos insultante, pero sólo un poco. Me acusó de decir tonterías e intentó convertir la discusión en una especie de pelea de gallos: “¡me han citado en medios académicos más veces a mí en un año que a ti en toda tu vida!”, llegó a escribir en un momento dado. 

Creo que yo mantuve el tono educado todo el tiempo, aunque supongo que son otros los que tendrán que decirlo. El profesor Taleb se enfadó cuando dije que había leído su bestseller sobre los riesgos financieros y políticos, pero nada más. En realidad lo que yo quería decir era que conocía alguna obra suya, aunque no todas.

Seamos justos con Twitter. Me intercambié con ellos mensajes amistosos, comprensivos y serviciales y les di las gracias por ello, aunque no puedo decir que sirviera de mucho. El problema era que, a juicio de Twitter, muy pocos tuits eran verdaderamente denunciables. Algunos lo eran y no fui la única en señalarlos, con un éxito moderado (hay que aceptar, aunque no esté de acuerdo, que la opinión de Twitter sobre lo que infringe sus normas puede ser distinta de la opinión de distintos usuarios).

¿QUÉ HACER ENTONCES?

¿Por qué no bloqueé los comentarios, como me sugirieron muchos? Entiendo su punto de vista, pero nunca he tenido claro que haya que bloquear a otros en Twitter. Un motivo para no hacerlo es que hay que mirar. En alguna otra ocasión he recibido amenazas de muerte en la red y se que conviene vigilar los ataques verbales para asegurarse de que se quedan en eso y no derivan en encontrarte en tu puerta una mañana una granada de mano.

Bloquearlos no hace que dejen de comentar, sólo sirve para no verlos más y me parece que es como si dejáramos el patio del colegio en manos de los matones. Además, aunque seguramente nadie va a hacer cambiar de opinión a los más convencidos, quizá se consiga con algún agazapado. Y de paso demostrar a todo el mundo que es posible defender las posiciones. Rertirarse es el consejo que han recibido las mujeres durante siglos. No respondas, mira hacia otro lado. 

AGUÁNTATE Y CALLA

Que es también (me duele decirlo) el consejo que me daban algunos de mis más cariñosos defensores. Cuando unos días después volvió a estallar todo, gracias a un tuit del profesor Taleb, afirmé que en mi opinión aquella discusión concreta ya estaba agotada y que debíamos pasar a otra cosa. Poco después recibí varias respuestas conciliadoras del tipo: “oh Mary, déjalo estar cariño, olvídate, bloquéale”. Pensé que lo que yo había hecho era precisamente dejarlo estar. Acababan de atacarme otra vez y ya me estaban recomendando que no dijera nada.

En definitiva, cuando una mujer abre la boca para protestar, los que están en contra dicen que es una quejosa y los que están de su parte, al menos algunos de ellos, dicen que es mejor que se calle. No está mal. De esta historia tan lamentable puede extraerse la siguiente reflexión: Me parece muy triste que no podamos mantener una discusión razonable sobre un tema sin necesidad de recurrir al insulto, al ataque, a la misoginia y al lenguaje belicoso. Da pocas esperanzas a la posibilidad de mantener cualquier conversación.

He repasado los perfiles de Twitter de varios de los que se me han echado encima. Algunos tienen el típico aspecto del solitario descontento. 

Quiero dejar muy claro que ni la derecha, ni la izquierda tienen el monopolio de la mala educación en la red. No digo nada de eso. Pero me he encontrado con una faceta especialmente desagradable de la derecha, muchas veces reconocible por sus nombres en Twitter. Cosas como (me las estoy inventando) “puño de hierro”, “cabeza rapada”. Y también con un número de tuits completamente desproporcionado respecto de los seguidores que tienen.

Casi todos estos hombres (son mayoría, pero no hay sólo hombres) resultan patéticos más que malos. Y no estoy segura de querer desperdiciar el tiempo de los tribunales con ellos. Pero no se cómo es posible convencerlos para que dejen de amargar la vida de otras personas (yo tengo suerte, porque soy fuerte y tengo apoyos muy valiosos, pero otros sufren mucho más).

Prefiero, sin duda, discutir sobre las discrepancias académicas de manera educada, no saltar a la primera de cambio, ni entrar en peleas con frases como “no digas idioteces”. Pero tampoco quiero vivir en un mundo en el que nadie se enfade nunca, en el que no haya jamás insultos. Ahora bien, no quiero que nadie sea grosero nunca. ¿Cómo lograr que esta gente deje de practicar acosos colectivos como este? Se aceptan sugerencias.




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