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Trece conejos provocaron la mayor invasión biológica de la historia

La genética confirma que un único envío en 1859 de estos animales, algunos domésticos y otros silvestres, protagonizó su explosiva expansión en Australia

De 13 conejos enviados apenas dos meses antes desde el sur de Inglaterra por William Austin, llegaron 24 en el día de Nochebuena de 1859 a la finca de caza que su hermano Thomas tenía cerca de Sídney, en el este de Australia. Tres años después, la prensa local contaba que estos lepóridos europeos ya se contaban por miles y el propio Thomas reconocía haber sacrificado 20.000 ejemplares en su propiedad.

Fotografía sin fecha tomada en Braidwood (Nueva Gales del Sur, Australia) a principios del siglo XX; los cazadores ganaban hasta 12 libras cazando conejos.Trece conejos provocaron la mayor invasión biológica de la historia

  • En 1906, ya habían llegado a la costa oeste australiana, a 4.000 kilómetros de la propiedad de Thomas Austin.

ESTUDIO

Ahora un estudio genético confirma que fueron los conejos de los hermanos Austin los que iniciaron la mayor invasión biológica de la que se tienen registros.

La culpabilidad de los Austin en el desastre aparece en la prensa de la época y en los libros de historia. Incluso una nieta de William, Joan Palmer, cuenta su versión en sus memorias. Sin embargo, para muchos científicos e historiadores la cosa no podía ser tan sencilla: los ingleses se instalaron en Australia en 1788, cuando llegaron los barcos de la Primera Flota, una misión de la corona británica para convertir la enorme isla en un penal. Ya en aquel viaje iban a bordo de uno de los navíos cinco conejos.

Los registros recogen otros 90 envíos de lepóridos en los 70 años siguientes. Pero, a pesar de que algunos se escaparon o fueron liberados a propósito, ninguna de aquellas introducciones desembocó en una invasión biológica.

Una invasión que ha provocado grandes daños en los ecosistemas australianos, arrinconando a los marsupiales, y que es la principal plaga de la agricultura del continente.

Una invasión contra la que se ha probado de todo desde hace más de siglo y medio, desde rifles y vallas, hasta hurones y venenos de fósforo, pasando por virus y bacterias.

¿Qué pasó entonces en la Nochebuena de 1859?

Un grupo de investigadores británicos, portugueses y australianos se han apoyado en la genética para confirmar la responsabilidad de los hermanos Austin en el desastre. Han analizado los genes de casi 200 conejos de España (origen del conejo común) Francia (tierra donde fueron domesticados durante la Edad Media), Inglaterra, Australia y otros dos países que también sufrieron el azote, las vecinas Nueva Zelanda y Tasmania. Varios de los ejemplares son de pocos años después del inicio de la invasión.

Con estos datos han podido crear un árbol genético que han publicado en la revista científica PNAS y con el que han podido estudiar como fue la expansión de los conejos.

El investigador de la Universidad de Oxford (Reino Unido) y el Instituto CIBIO (Portugal) Joel Alves, principal autor del estudio, explica lo que pretendían al recrear el árbol genético de los conejos: “Buscamos una combinación de diferentes marcas genéticas que se esperan cuando las poblaciones se expanden”.

Una de las características claves que vieron en este árbol es que casi todos los conejos australianos están estrechamente relacionados, a pesar de estar separados por miles de kilómetros. “Algo así no habría sido posible si se hubiesen producido otras introducciones exitosas”, destaca Alves, que añade:

“No solo eso, sino que cuanto más lejos están las poblaciones de conejos de Victoria [Estado de origen de la invasión], menos diversidad genética tienen. Esto es lo que se espera en una gran expansión significativa desde un solo punto, ya que la diversidad genética se erosiona a medida que los individuos se expanden rápidamente”

“No solo eso, sino que cuanto más lejos están las poblaciones de conejos de Victoria [Estado de origen de la invasión], menos diversidad genética tienen. Esto es lo que se espera en una gran expansión significativa desde un solo punto, ya que la diversidad genética se erosiona a medida que los individuos se expanden rápidamente”.

Es lo que en biología llaman efecto fundador

El análisis del ADN mitocondrial, que se hereda exclusivamente por línea materna, ha permitido a los investigadores estimar la cantidad de hembras que hay detrás de los centenares de millones de conejos australianos: William envió solo cinco hembras a Thomas. También la genética les ha ayudado a confirmar su origen geográfico.

Entre las ramas europeas del árbol genético, las de los conejos australianos están más cerca de las que conectan con el suroeste del Reino Unido, región donde se encontraban las tierras de William Austin.

Pero, ¿qué tenían de especial los conejos de los Austin que no tuvieran los anteriores?

“Tenemos evidencia histórica y genética de que la mayoría de las introducciones previas fueron de conejos domésticos. Los de Austin son los únicos descritos explícitamente como salvajes y capturados en un entorno natural, lo que hemos confirmado genéticamente”, cuenta Alves.

Una de las pruebas históricas son las memorias de Joan Palmer, la nieta de William Austin. En ellas, recuerda que Thomas le pidió que le enviara una docena de conejos silvestres para soltarlos en su coto de caza. El emigrante pertenecía a una de las sociedades de aclimatación que proliferaron en el siglo XIX.

Estas asociaciones importaban especies desde las metrópolis para introducirlas en las colonias, en una combinación de añoranza e intereses económicos que tendría funestas consecuencias en muchos ecosistemas expuestos a la acción paralela de los colonos blancos y especies invasoras.

En el caso de los Austin, William solo capturó seis conejos salvajes y compró otros siete a vecinos que los habían atrapado de crías y después domesticado. Ambos debieron cruzarse durante la travesía para completar los 24 que aparecen en los registros.

Para Alves, “esta ascendencia salvaje probablemente les dio a estos conejos una ventaja, ya que estaban mejor adaptados al duro paisaje australiano”.

Los silvestres, además de una coloración entre gris y parda, ideal para mimetizarse con un terreno seco y semiárido, conservarían su reacción de huida ante el peligro que habrían perdido los conejos domésticos, más dóciles y con coloraciones más llamativas, que los hacen un objetivo más fácil para los depredadores.



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