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La cultura cambia el cerebro

El evolucionista de Harvard Joseph Henrich sostiene que los ciudadanos occidentales son los humanos más extraños del planeta debido a la alfabetización extensiva de la población

¿Naturaleza o crianza? En inglés suena como un trabalenguas: nature or nurture? El debate será seguramente tan antiguo como la humanidad misma —esta niña ha salido a su padre, el chaval es igualito que su abuela—, pero llegó al mundo académico a finales del siglo XIX de la mano de Francis Galton, el primo listo de Charles Darwin.

Dos niños leen un libro en el asiento trasero de un coche, en una imagen tomada en Williamsburg, Virginia, en 1949.La cultura cambia el cerebro

CRIANZA

La crianza alcanzó su apogeo unas décadas después en la psicología de ­Burrhus Skinner, el influyente conductista que convenció al mundo académico del siglo XX de que el cerebro humano nacía como una tabula rasa, una pizarra virgen en la que podía escribirse cualquier cosa que dictaran los estímulos ambientales.

Skinner creía en la ingeniería social, hasta el punto de que inventó un recinto sellado (Air Crib, o cuna de aire) aislado del sonido, libre de microbios y con aire acondicionado donde creía que los bebés disfrutaban del entorno óptimo para crecer hasta los dos años. 

Desde su púlpito de Harvard, a mediados del siglo pasado, Skinner ejerció una influencia arrolladora sobre varias generaciones de psicólogos que aún hoy permanece inmarcesible. Genética sigue siendo una palabra fea en las aulas de humanidades. Hasta aquí la crianza.

El extraordinario libro de Joseph Henrich que nos llega ahora, Las personas más raras del mundo, editado por la dinámica Capitán Swing, expone la solución al dilema entre naturaleza y crianza con una deslumbrante elocuencia. 

Resolver una dicotomía suele exigir subir la escalera y percibir que, desde el balcón del piso de arriba, la contradicción se desvanece y las dos ideas opuestas se revelan como meras partes de una realidad más abstracta, más profunda y fructífera. No es naturaleza o crianza, sino naturaleza luego crianza y crianza luego naturaleza.

Sin los genes humanos no podemos aprender a leer y escribir. Pero leer y escribir modifican el cerebro. Es el argumento esencial del que emerge este libro de 799 páginas. Las personas más raras del mundo a las que se refiere el título somos los ciudadanos occidentales.

Una de las principales razones es la alfabetización extensiva de la población de los países desarrollados, que por desgracia sigue siendo una rareza entre las mil culturas del planeta Tierra.

Y ello no se debe a que los occidentales seamos más listos de nacimiento, sino a que nuestras sociedades y sistemas políticos nos han alfabetizado. Y a que esto ha modificado nuestro cerebro. Crianza luego naturaleza.

El autor es una fuente muy solvente. Profesor y presidente del departamento de Biología Evolutiva Humana de la Universidad de Harvard, antropólogo e ingeniero espacial, ha dirigido equipos de investigación sobre el comportamiento de las distintas sociedades humanas. 

Deduce de su experiencia que los sujetos utilizados en la mayoría de las investigaciones psicológicas —los ciudadanos occidentales— son muy peculiares. Con un guiño, los llama WEIRD, que significa raro, pero también son las siglas inglesas de occidental, educado, industrializado, rico y democrático.

Su percepción es importante, porque implica que la psicología actual se basa en una muestra muy sesgada de la especie humana. Los ciudadanos occidentales no son extrapolables al resto de las culturas del planeta.

Las personas más raras del mundo no es un libro para neurocientíficos ni para antropólogos. Su objetivo, como debería ser el de todo libro, es la población culta de cualquier tendencia. 

Aquí no hay doctrina ni doctrinilla, sino argumentos basados en investigaciones solventes, incluidas las del propio autor. Henrich lleva al lector de la mano por una realidad compleja —nuestra especie lo es— mostrándole el camino no solo hasta sus conclusiones, por chocantes que resulten, sino también hacia la forma científica de obtenerlas. Esto es en sí mismo una novedad en un panorama ensayístico demasiado sesgado por las opiniones caprichosas de los autores. Henrich bebe de la tradición de Jared Diamond, en quien la sensibilidad antropológica y la creatividad científica conviven sin contradicción en el balcón del primer piso. Ambos autores son intelectuales de nuestro tiempo que han trascendido las miopes fronteras académicas que nos lastran.

Aprender a leer y a escribir modifica el cerebro, y de un modo bien interesante. 

Un poco por encima y por detrás de la oreja izquierda —la región occipitotemporal izquierda del córtex cerebral— moran de forma innata los procesadores especializados en interpretar el lenguaje hablado y reconocer los objetos.

El lenguaje hablado está íntimamente asociado a la naturaleza humana y ha representado un papel protagonista en la evolución de nuestra especie durante cientos de miles de años. 

La escritura, en cambio, es un invento con poco más de 6.000 años. La genética no ha tenido tiempo de adaptarse y, por tanto, el cerebro no nace con un órgano de la escritura incorporado.

  • Pero la cultura crea ese órgano, allí en medio del lenguaje y el reconocimiento de objetos, un nuevo procesador que se encarga de percibir las letras y las palabras, esos objetos tan especiales.

Las diferencias de las poblaciones occidentales con otras culturas son más amplias que todo eso.

Los rasgos distintivos se extienden al razonamiento espacial, la atención, la memoria, la equidad, la disposición al riesgo, el reconocimiento de pautas, el pensamiento inductivo y hasta la susceptibilidad a las ilusiones ópticas.

La cultura cambia el cerebro, y por eso los ˜



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