Asalto a la comunicación reinante
En el reino de la comunicación, tanto el emperador como sus súbditos van desnudos, sostiene el filósofo Antonio Valdecantos en su nuevo ensayo
Más que un ensayo, este es un asalto sin banderas a un palacio cuya reina está tan confiada en su potestad que ha dado permiso a todos sus guardias. La reina es la comunicación y el asaltante, Antonio Valdecantos (Madrid, 1964), catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Quiere el autor apear a la comunicación de su condición regia, desenmascarándola, desentrañándola y desafectándola, que son tres formas de acabar con los reyes. Cree Valdecantos que la bondad de la comunicación se ha dado por supuesta en la modernidad y que acrecentaba su estatus mientras los filósofos se ocupaban de cuestiones más concretas y plebeyas. Valga esta cita, aunque aparezca ya avanzado el libro, para exponer en buena medida su fondo: “Cualquier súbdito discreto sabe que aquello que sus contemporáneos se esfuerzan en comunicarle es ya cosa más que sabida, si bien una razonable cortesía la lleva a fingir ignorancia y, con ellos, novedad” (p. 154). En el reino de la comunicación, tanto el emperador como sus súbditos van desnudos. La comunicación se justifica per se, aunque lo que se diga nunca sea nuevo, ni propio, ni definitivo. Y Valdecantos lo señala.
Aunque el libro se teja con sentencias fractales, largas pero necesarias para abordar la naturaleza huidiza del lenguaje, hay pespuntes más concisos y aforísticos: “El lenguaje es una pululación babélica que a veces queda reducida a efusión de palabras en una sola lengua” (p. 62); “hablar es dar todas las vueltas que sean precisas para que ciertas materias de conversación no comparezcan en absoluto” (p.100). También en el título de algunos capítulos, resueltos de un solo tajo con belleza: “La teoría es la glosa de lo inefable”.
Poesía como comunicación
En la presentación del libro en Madrid, el filósofo Tomás Pollán confesó que la obra lo había dejado “con la lengua fuera”, aludiendo quizá a la potencia generadora de un texto tan denso como luminoso. “No tiene ninguna grasa”, insistía al juzgarlo. El autor, es cierto, se muestra fibroso: retuerce y exprime el lenguaje para hablar del lenguaje mismo, y agota todos los recursos de argumentación para dejar exhausta la que denomina “ideología de la comunicación”. Lo hace sin levantar los puños como vencedor en el ring, porque el libro mismo es consciente de que su ejercicio de pensamiento, escritura y publicación están expuestos a la menesterosidad que denuncia. Sin conceder nunca descanso al lector, le regala incisos jugosos sobre cuestiones adyacentes al objeto del libro, como cuando revisa la cuestión de la poesía como comunicación o como conocimiento, uno de los pasajes más logrados.
Las andanadas contra la comunicación —mercadeo obligatorio de contenidos ajenos, pues las palabras son fruto de un contrabando ya obrado en el pasado y que continuará en el futuro— se libran también contra otras instituciones supuestamente beatíficas de la modernidad: la autoría, la identidad, los viajes, la intimidad y la cercanía (“lo próximo no es más que la prolongación fraudulenta del propio yo”, p. 129). Y también, inmisericorde, contra el lenguaje y la interpretación mismos.
Más de la sección
Su arremetida contra los resúmenes como recurso abaratador de portes deja en evidencia a quien abrevie una obra llena de brillo cuestionador y un tempo argumental que, entre tanto egotuiteo e inmediotez, resuena casi subversivo. Después de tantos capítulos que valen por todo un ensayo, adonde llega el libro no es ni podría ser un lugar diáfano. Procura al cabo una sensación de claustrofobia, de un encierro en la prisión del lenguaje erigida en una época que ya cuenta siglos, de la que solo libera mínimamente la autoconsciencia —y quien lea el libro ya no tendrá excusa— de saberse parloteadores.