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Arthur Conan Doyle hace de Sherlock Holmes en un crimen real

Margalit Fox reconstruye en un libro la implicación del escritor para excarcelar a Oscar Slater, un falso culpable condenado por asesinato en Glasgow en 1909 pese a pruebas y testimonios inconsistentes

Sherlock Holmes no habría necesitado 18 años para sacar de la cárcel a un inocente ni en el más indolente de sus libros. Pero eso fue lo que tardó su autor, Arthur Conan Doyle, en lograr la excarcelación de Oscar Slater, un judío alemán condenado en 1909 en Glasgow por un crimen que no cometió.

A la izquierda, el escritor Arthur Conan Doyle y el abogado Craigie Aitchison, durante la revisión del caso Slater en 1928. A la derecha, Oscar Slater, el judío alemán condenado en Glasgow por un crimen que no cometió.Arthur Conan Doyle hace de Sherlock Holmes en un crimen real

Hechos: Marion Gilchrist fue asesinada a las 19.00 del lunes 21 diciembre de 1908 en su casa de Glasgow. Vivía sola con su doncella Helen Lambie, que había salido a comprar, y una colección de joyas de toda clase y condición valorada en 3.000 libras (unos 350.000 euros actuales). Una de ellas —un broche de oro con forma de luna creciente adornado con diamantes— desaparece la tarde del crimen. Gilchrist tenía casi tanto dinero como sobrinos y se llevaba bastante mejor con el primero. Un mes antes de morir cambió su testamento (la nadería de 15.000 libras de 1908, 1,7 millones de euros de 2020), desheredó a sus familiares y nombró beneficiarias a una antigua doncella y su hija.

Culpable: Oscar Slater, un judío alemán que vivía con una prostituta, se ganaba la vida con el juego y otras actividades informales (se especuló siempre sobre el proxenetismo) y que empeñó un broche de diamantes para costearse un pasaje de Glasgow a Nueva York. Ante el declive que el juego y la vida informal sufría en la ciudad escocesa, en plena depresión económica, Slater había decidido mudarse a San Francisco. En 1909 le condenan por el crimen a la horca, aunque finalmente le conmutan la pena por cadena perpetua. Pasa 18 años, cuatro meses y seis días en la cárcel de Peterhead, obligado a trabajar en la cantera y dormir en una celda minúscula mientras escuchaba el rugido del mar del Norte.

La justicia victoriana no era tan de “elemental” como Sherlock Holmes. En dos ocasiones en que eso se manifestó casi con grosería, Arthur Conan Doyle se implicó a fondo para desenmarañar las torpezas y manipulaciones de la instrucción policial y judicial que había acabado con el encarcelamiento de dos inocentes. Curiosamente tanto George Edalji, un abogado condenado por ataques al ganado, como Oscar Slater encarnaban dos estereotipos que se le atragantaban a los victorianos: el primero era mestizo (hijo de un parsi convertido al cristianismo y una inglesa) y el segundo un judío alemán que vivía en las esquinas de la ley y la moral. “La historia de Oscar Slater es un relato de racismo, antisemitismo, xenofobia y esfuerzos de una legislación agresiva para frenar la inmigración”, considera Margalit Fox, que en su obra equipara los binomios Doyle-Slater y Zola-Dreyfus.

La carta secreta

Los prejuicios pesaron entonces tanto como la molicie investigadora. Los prejuicios aún pesan: Fox recuerda el desequilibrio entre afroamericanos y blancos que son condenados por crímenes que no cometieron en EE UU. “El proceder que convirtió a Slater en víctima sigue trágicamente vivo”, lamenta.

Tras ser detenido en Nueva York, Slater fue juzgado en Glasgow basándose en los testimonios de dos mujeres que no siempre mantuvieron la misma versión. Una de ellas fue la doncella Helen Lambie, acaso la única persona que se llevó a la tumba la identidad real del asesino, y la otra fue Mary Barrowman, una adolescente de 15 años que identificó a Slater como el hombre que vio salir de la casa de la víctima y que años después se retractaría: “Fue el señor Hart [el fiscal] quien me convenció para cambiar mi declaración de ser ‘muy probablemente el hombre’ por la declaración rotunda de que ‘era el hombre”. Tampoco el broche empeñado por Slater se parecía al robado en el lugar del crimen, pero la contradicción de las pruebas no le sirvió al acusado. Un sumario con agujeros tan gordos que acreditar la inocencia del reo no reveló tanto de la inteligencia de Arthur Conan Doyle como de su ética.

En 1912 era un escritor célebre, rico y tan victoriano como el que más. Casi tan victoriano: “parecía estar libre del antisemitismo endémico de la época”, observa Fox en su libro. Desde que popularizó a Sherlock Holmes, recibía constantes peticiones de ayuda para investigar sucesos reales. Ese año publicó el libro El caso de Oscar Slater, ochenta páginas donde analizaba la investigación, las pruebas, el escenario del crimen y los móviles. “Creo que resulta difícil no llegar a la conclusión de que el asesino tenía las llaves”, sostuvo el escritor. “No existe ni un solo punto de conexión entre el crimen y el supuesto criminal”.



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