Adiós al niño terrible del arte
José Luis Cuevas se volvió de oro y convirtió en oro todo lo que tocaba, como el rey Midas.
Muy pronto, a los 20 años, José Luis Cuevas avisó que se iba a morir. A la menor provocación, notificaba a la prensa terrenal y celestial que se encamaría en algún hospital porque su corazón estaba fallando. Es cierto, de niño tuvo fiebre reumática y permaneció un año en la cama. Ser noticia se volvió su principal obsesión. En su cama de hospital recibía a reporteros y a fotógrafos. Que todos vean, que todos sepan. Su público tenía que memorizar el escándalo que para él significaba lavarse los dientes. La insistencia en su vida privada elevó el precio de sus autorretratos y dibujos a lápiz, carboncillos y gouaches. Primera figura en el mercado del arte, José Luis Cuevas, se volvió de oro y convirtió en oro todo lo que tocaba, como el rey Midas. Muy joven, con sus jeans, sus camisetas, su chamarra y sus pulseras de cuero a la James Dean, empezó a vender y a gritar a voz en cuello su desprecio por el muralismo mexicano, panfletario y corriente, ramplón y reiterativo, ya que encerraba a México tras una “cortina de nopal” que lo aislaba del resto del mundo y que la ruta de José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros solo llevaría al arte al paredón del provincianismo.
En 1954, cuando el crítico de arte cubano José Gómez Sicre, invitó a José Luis Cuevas a exponer en la Unión Panamericana en Washington lanzó a un joven dibujante que en México se hacía un autorretrato al levantarse todas las mañanas. Después de dibujarse, Cuevas subía a la redacción de los cuatro grandes periódicos mexicanos, pasaba entre los escritorios y dejaba su curriculum completo de 20 años de vida gatuna.
En esos trances, lo conocieron Fernando Benítez, que habría de dirigir el suplemento “México en la Cultura” y —seducido— escribir sobre él los domingos. Carlos Fuentes, también deslumbrado por su talento y sus desplantes lo llamó “¡Niño genio, prodigio, talento inconmensurable!”.
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Cuevas se puso a escribir sobre sí mismo en tercera persona como lo hacen los reyes. “José Luis Cuevas se levantó hoy a las siete de la mañana, hizo sus abluciones matutinas, peinó su abundante cabellera y meditó en la muerte al dibujar su autorretrato matutino”.
A los tres meses de gestación, la prensa, los amigos, las tiples, los críticos y sobre todo los reporteros lo compararon a Kafka y cuando le dio un pisotón a David Alfaro Siqueiros, uno de los Tres Grandes del muralismo mexicano, se consagró como un héroe, un “Harto”, un “Rupturista”, un “Narcisista”, un “Gato Macho” (como lo llamó su mujer Bertha Riestra fallecida en 2000 y madre de sus tres talentosas y originales hijas Mariana, María José y Ximena) y Siqueiros, amigo de Jackson Pollock, no se quedó callado y le dijo: “Hazte a un lado, escuincle con cara de ratón”, pero Cuevas no solo tomó por asalto a La Castañeda, el asilo para locos más pobre de México, sino la calle del Órgano y otras calles miserables en las que las prostitutas de cejas depiladas y bocas moradas se asoman como yeguas en su caballeriza.
Entonces, como un poeta maldito, Cuevas forjó un mundo de jorobados, mancos, tuertos, deformes, chimuelos y los echó a andar por las calles de México y él mismo se volvió noticia cotidiana y no cejó jamás en su esfuerzo por ser reconocido y adquirir un poderío que pocos artistas han alcanzado en México.
“Yo voy a internacionalizar a la cultura mexicana” decía con su voz cascada y una sonrisa bella porque en ella estaba su infancia. Ídolo de sí mismo, Cuevas se mantuvo en el candelero toda su vida, salvo a partir del momento en que se casó con Beatriz del Carmen Bazán. Su Cuevario, columna sobre sí mismo que escribió para el periódico El Universal dio cuenta de su celebridad en el mundo entero debida no solo a sus exposiciones sino a su capacidad de atraer la atención de políticos, médicos, críticos de arte como Alaide Foppa que escribió un libro sobre él.
Su desenfado, su rebeldía sorprendían a los críticos de arte. Marta Traba, gran crítica y gran escritora anunciaba: “Vengo de Colombia exclusivamente a ver a Cuevas”. Luis Cardoza y Aragón, quien siguió muy de cerca a la Generación de la Ruptura (Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Alberto Gironella, Lilia Carrillo, Pedro Coronel, Fernando García Ponce y otros pintores también hartos del muralismo que giraban en torno a la Galería de Inés Amor como Mathías Goeritz, Carlos Mérida, Guillermo Meza y Luis García Guerrero) se hicieron eco de las críticas de Cuevas y lo aceptaron como su vocero.
Octavio Paz le dedicó un poema, Carlos Fuentes lo acompañó siempre, Francia le dio la orden de Caballero de las Artes y las Letras, un séquito de adoradores lo siguieron hasta los últimos días de su vida. En eso de premiar sus Letras, Francia tuvo toda la razón porque José Luis fue un escritor de talento como lo demuestra su Cuevario, que se sostuvo a lo largo de los años.
Para asombro de todos, sus últimos años lo aislaron; primero de sus hijas, luego de sus amigos. Recluido, enfermo, triste, se separó de todo. Beatriz del Carmen Bazán, su segunda mujer, se puso a cubrir sus figuras de azulito y de rosita, pero Cuevas no vivió ninguna vida en rosa porque ya no aparecía en ningún lado y no tengo la menor idea de quiénes lo visitaban.
Lo vi una sola vez con Felipe, mi hijo, quien quería conocerlo y me habló de sus múltiples achaques. Aunque reímos como antes, tuve ganas de buscar a su hermano Alberto, psiquiatra porque lo quiso toda la vida, pero la Ciudad de México no propicia los encuentros y una corre el riesgo de morir en el tráfico.
José Luis se fue metido en su propio tráfico. Ojalá y lo acompañe el estruendo de los cláxones, el silbido de los globeros, el llanto del carrito del vendedor de camotes y plátanos machos, el grito de tamales, oaxaqueños calientitos, el chirriar de las llantas, la luz de los faroles, y lo aplaudan a rabiar porque eso sí le habría gustado.