Reynosa, como Macondo

Gabriel García Márquez escribió la obra maestra de la literatura latinoamericana, Cien años de soledad, que fue el impulso definitivo para que pudiera recibir el Premio Nobel de Literatura. No podía este genio de las letras escribir una novela acerca de la triste realidad de los pueblos del subcontinente, sin echar mano de elementos premonitorios, como en el caso de Reynosa, desolada y en ruinas luego de ser una urbe de gran fiesta.
Igual que Macondo, Reynosa fue fundada por familias que vinieron de más allá de las montañas y fue creciendo con la afluencia de forasteros venidos desde los más diversos rincones de la geografía nacional y de otros países, primero teniendo a esta ciudad como destino, luego, con el propósito de irse al lado americano. Reynosa, como ocurrió con Macondo, perdió la memoria y ha olvidado sus orígenes para convertirse en un simple botín de rufianes. El despojo y la explotación de los trabajadores fue el principio del fin.
En la novela, el punto de quiebre es la matanza de los jornaleros de las fincas bananeras lo que ocasiona que el pueblo se vea inundado por las lluvias que se prolongan durante cuatro años, once meses y dos días; en Reynosa fue la ola perversa del neoliberalismo y la globalización, lo que han convertido al trabajo en la mercancía más barata y al obrero en un esclavo que trabaja por la comida, sin llegar nunca a saciar su hambre perdurable.
El destino de Macondo había sido escrito en los pergaminos del gitano Melquiades, que fueron pasando de generación en generación; el destino de Reynosa lo anticipó el gran Gabo al hacer una referencia que abarca a todos los pueblos de la América indiana, que han caído bajo el poder del gran capital que todo lo engullo, que todo lo destruye, que todo lo contamina. Ahora, aquí, como allá, sólo queda la tristeza, la soledad, las ruinas.
Reynosa era una población en fiesta permanente; los días estaban llenos de música, de baile, de alegría, y las noches parecían días. Hasta antes de que Miguel de la Madrid, copado por Carlos Salinas, entregara el poder político a los dueños del poder económico en una huida graciosa de las responsabilidad que le asistían como presidente de México, las calles estaban llenas de turistas americanos y canadienses que venían a gozar de lo lindo, tanto con la comida, las bebidas, la música y la compañía, como con la cacería.
Las riadas de gente que se observan en la Ciudad de México y otras importantes urbes turísticas, se veía en las calles de Reynosa. La calle Hidalgo, el mercado Zaragoza, la plaza principal, la calle Zaragoza y la calzada del puente internacional, luego llamada Zona Rosa, recibían miles de turistas que dejaban una considerable derrama económica lo mismo para los empresarios y prestadores de servicios turísticos, que para los chicos que ofrecían: “flouers maileidy”, un ‘trapazo’ al calzado, o chicles para el mal aliento.
Los organizadores cinegéticos presumían de que a este municipio llegaban anualmente diez mil palomeros y otros cazadores aficionados a la cobranza del venado cola blanca, el guajolote y la codorniz. Los magníficos restaurantes de la Zona Rosa: el Sam´s Place, La Cucaracha, el US Bar; los de cabrito, el Pastor, el Jardín, el Tupinamba, estaban siempre llenos y se hacía imperativo reservar lugar para disfrutar su excelente cocina.
No es casualidad que aquí naciera una fuerte corriente de Rock and Roll en español, con agrupaciones legendarias como la División del Norte, los Johnny Jets, los Yaki; y que este terruño sea uno de los más importantes veneros de talento musical a nivel mundial. La existencia de centros nocturnos de primerísima calidad atrajo a cientos de músicos importantes que, al asentarse aquí, se convirtieron en excelentes maestros de música.
Ahora, la Zona Rosa está convertida en zona de guerra, donde ya ni siquiera las ruinas existen de las glorias pasadas. Se están haciendo esfuerzos por remozar el centro de la ciudad; pero, mientras persista el empeño de ver a los trabajadores mexicanos como los legatarios de los peones de las fincas bananeras de Macondo, nada habrá de cambiar.




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