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Lo pedía cortado

A los viudos y huérfanos de esta guerra sin sentido

Lo pedía cortado, siempre. Así, sin aspavientos, con esa actitud fría y profesional como de maquillista en sala de velatorio que requiere el carmín brillante para un cuerpo que apenas empieza a enfriarse por completo, que apenas comienza a arrancar lágrimas de arrepentimiento a los deudos histriónicos e hipócritas que totalmente enlutados esperan junto al cirio pascual. Con esa frialdad…

Lo pedía cortado

Lo pedía cortado, sin darle oportunidad al mesero a inquirir si era prudente descafeinado o no, cruzando la pierna excepcional, atrevida, provocadora. Con esa frialdad se desenvolvía. Vaya, con solvencia; con una seguridad absoluta de que sus decisiones eran las correctas, las precisas, las oportunas. Así también te besaba, no te engañes, Rubén. 

Con esa maldita determinación inexpugnable, insoportable, la misma que la lanzaba como un cohete a las oficinas de gobierno a encarar a los funcionarios en defensa de los derechos humanos de quienes no podían alzar la voz, de los indígenas, las mujeres y los niños que eran pisoteados por la vulgar voracidad de amasar riqueza y poder.

Nunca pidiendo permiso ni autorización. Ella era así. Sin más, un acercamiento y un zarpazo de esos labios carnosos, ligeros de carmín, que te hacían estremecer la tripa bien dentro de tu humanidad, que te hacían palidecer como resultado del shock eléctrico que experimentabas de pies a cabeza, con esa magia inexplicable que te absorbía la voluntad, que te envilecía a merced de sus decisiones inapelables, de sus propuestas imposibles de rebatir. 

La soltura para exigir, la compasión determinada hacia quien le rodeara, la sonrisa sublime, la palabra perfecta, la dicción impecable. Eras testigo de su existencia que te volvía loco, Rubén.

Tan loco que te obligó, sin pedirlo expresamente, sin una solicitud formal con acuse de recibo, a cambiar la corbata por un jersey. El rastrillo por un peine de carey. La frivolidad por la conciencia indígena, los derechos humanos, un poema de Cernuda. Te fuiste abandonando, vaciando de todo lo que aspiraste ser, de todo lo que quisiste representar con tantos años acumulados de fórmulas matemáticas y estudios universitarios. 

De tantas noches de dilucidar el impacto en el Producto Interno Bruto de una mala decisión, de tantos años anestesiado ante la injusticia de la calle, indolente de la vejación a las minorías, del brutal abuso a los más vulnerables.

Todo eso lo abandonaste por un puñado de sueños sin ordenar, por una noche con estrellas, un escalofrío en la espalda a contrapelo de una caricia con la punta de esas uñas de gata que encajaba para marcar, para dañar, para demostrar que el dolor también significaba placer. Lo cambiaste para licuarte con tu raza, con tu gente, con los sueños rotos de quien ella defendía con la frente bien alta, la voz elevada, la valentía proveniente del conocimiento y la convicción.

Tanto así, que vendiste el Mercedes, y lo cambiaste por un billete de ida al abismo de los delirios de tu corazón que, conforme ella lo estremecía, lo estrujaba, iba sacudiéndose de las cicatrices añejas de dolor, de heroísmos citadinos intrascendentes y convencionales, que tantas satisfacciones esperadas habían provocado en tu sociedad predecible, conservadora, de tan de buen ver y tan repugnante. 

Todo lo dejaste, arrastrado por tu propia obsesión de sentir, de mirar con asombro cómo corría la sangre en una cortada común y simple de tu piel; por sentirte vivo, coño, con una voluntad irreversible que te arrollaba con un guiño, con un ventepacá, con un suspiro.

Tú, Rubén, seguiste pidiendo el cortado, sin explicación, sin mirar al mesero a los ojos, sin disfrutar ese copete de leche que contrastaba con la infusión. Precisamente, en los mismos cafés y bares en los que antaño perdiste la vertical del paradigma de las buenas conciencias con las que te educaste. ¡Cortado, joven! Y ya. 

Como una especie de homenaje a esa textura de piel que tantas veces rozo la tuya, que tanto acarició tu corazón. Un pequeño monumento vivencial de mármol blanco en la mejor avenida del alma para esa mujer resuelta a cambiar el mundo para siempre, a amar sin cortapisas a un hombre, una causa, una patria. A entregar todo por un sueño posible de realizar.

Y así, solo, desolado ahora. -¡Otro cortado, joven, de inmediato!-, quizá por favor. Imaginando su destino final, imaginando su línea de navegación graciosa, sublime y sensual en otras latitudes que jamás podrás compartir. 

Construyendo en tu mente los diálogos posibles en el hipotético caso de que no estuvieras solo allí, sino con ella, rozando tu espalda con agilidad felina, robándote el corazón. Rompiéndote el esquema del atavismo una vez más, y provocando que hicieras acopio de las agallas que nunca tuviste para ser disfuncional y vivir, y sentir, y entregarte a un romance descarnado, con ella y con la vida, sin preconcepciones, únicamente con la regla de vibrar, por convicción propia, por un simple brote de espontaneidad en un mar de posibilidades que pusiesen tu corazón a llorar lágrimas de solidaridad, justicia y equidad.

No te engañes, Rubén, que por eso pides ese cortado maldito que cuando lo combinas con anises te disuelve el alma. Porque te envileces con el clarín de una nota estridente que acompaña a Chavela Vargas, cada vez que las copas te restriegan en el hocico la memoria de esa llamada de madrugada que te describía su media filiación, las lesiones provocadas por la tortura prolongada, la descripción de la fosa en que la encontraron allá por el sureste, la leyenda con tinta en su espalda que explicaba el escarmiento “por metiche”. 

Sí, su belleza extinta, quizá pedir lo que siempre nos niegan, por exigir lo que cobardemente hemos dejado de exigir, por personificar la lucha en la investigación, el periodismo, el activismo en una Vera Cruz en la que el derecho quedo proscrito, el hombre de poder cuando mucho cuestionado por sus desfalcos, el sistema de justicia castrado por la impunidad corrupta y cínica. 

Un estado brutalmente transformado en un caos de violencia, en un abanico de nombres que, como el de ella, formaron listas interminables de masacres, feminicidios y crímenes sin resolver.

Lo pedía cortado, siempre, segura de sí, asumiendo el riesgo de ser una mujer que cometía la osadía de ser disfuncional, asumiendo el inaceptable riesgo de la muerte por exigir un derecho, el riesgo de dejarte solo, Rubén, e ingresar a la estadística de la tragedia en un terruño que dejó de ser un rinconcito donde hacían su nido las olas del mar.

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