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Sin juicios de valor

A Cristina Solórzano

Es inevitable. Se escuchan por aquí, por allá. Voces impropias de ti, voces ajenas, muy ajenas a tu circunstancia, a tu dolor bien asimilado, bien guardado en tus entrañas, bien guarecido por esas cicatrices que ocultas con tu atuendo de vivir la vida, así, como si cualquier cosa. Bajo tus lágrimas secas solamente perceptibles para ti.

Sin juicios de valor

Voces inquisitivas, condenatorias, indiferentes. Voces, que en todo caso, cuentan solamente una faceta desinformada de la historia –la tuya-. Pero voces que se encuentran privadas de la materia esencial que se genera en las entrañas poderosas de una mujer valiente, resignada, arrepentida, muerta de pavor y de dolor.

Cómo pueden esas voces expresar tal barbaridad, especialmente siendo tan indolentes en casos como el tuyo -si el tuyo particular, tú que me estás leyendo en estas líneas-. Sí, tu caso, en el que también sentiste lo que era traer un chamaco en la panza durante nueve meses o algo así. Un chamaco engendrado sin tu deliberado consentimiento. 

Un chamaco producto de una violación física o sicológica, producto de los abusos de un tío, un hermano o un papá; un chamaco producto de tu inexcusable error de juventud consistente en confundir con placer la fiera voracidad de un rufián cualquiera que te utilizó como objeto; un chamaco engendrado, quizá, mediante tu sumisión a las apetencias de otros que te involucraron en actos que, con plena consciencia y libertad, nunca hubieses realizado.

Por eso te escribo a ti hoy. Porque ese crío que se engendró muy dentro de ti fue, y sigue siendo, parte indisoluble de tu existencia. Porque tú también sentiste como tus caderas se expandieron y tronaron como ramas de árbol seco en la plancha de parir, y seguramente gritaste de dolor en condiciones solamente conocidas por ti. Igual que cualquiera otra, igual que todas las que recibirán una andanada de frívolos regalos y festejos en los próximos días. Como la que más, igual…

A ti. Que por ignorancia, miedo, principio o clandestinidad; por inercia, indiferencia o tibieza, por miseria abyecta, o por simple y básico sentimiento maternal de compasión, renunciaste o te abstuviste de cortar su vida en las primeras semanas de formación con un legrado sin asepsia en la oscuridad. 

Decisión que probablemente fue la más dolorosa en tus circunstancias –en tu vida-, pues todo el embarazo significó una muestra patente del desenlace abominable que te iba a marcar el alma por el resto de tu existencia.

Y por favor no pienses que hago juicios de valor, porque solamente tú sabes lo que es sentir que tu creador te da la espalda -muy a pesar de lo que digan los curas estos modernos y sofisticados que lucran con tu dolor-, y ya abandonada a tu suerte, incursionar en un infierno dantesco, recargado y “masterizado”, digitalmente modificado, y sentirte obligada a abandonar –a veces por contraprestación en metálico- el producto de tu desgracia en el quicio de una puerta, en un basurero municipal, en los brazos de una señora con recursos e imposibilidad para engendrar el hijo propio. 

Si, como intercambio, como mercancía –dirían tus detractores-, pero que al mismo tiempo, haciendo un acto desesperado por generar una protección ulterior a tu hijo, sacrificando su cercanía por una garantía de que tendrá llena la panza, de que vivirá horrores menos gravosos que los tuyos.

Probablemente esas voces a las que me refiero son tan ruidosas, que acallan la tuya. Voces groseras y estridentes, provenientes de nuestra más exquisita sociedad; provenientes de señoras perfumadas que compadecen tu caso en cenas de gala; provenientes de analistas sociales que te califican como si fueses una maldita rata de laboratorio; provenientes, en fin, desde el púlpito en el que los hombres de Dios te condenan con índice de fuego. Desde la tribuna política donde te juzgan sin tiempo, sin modo, sin lugar.

Estoy de acuerdo, verás. Esta cobardía que nos da por hacer en estas latitudes…, esta frivolidad de tratar de sintetizar en una fecha comercial y artificial, un principio encantador y a veces tormentoso, pero en todo caso pasional. Esta cobardía que implica en si misma malbaratar la acción de parir y todas sus consecuencias sucesivas, a cambio de un perfume cuya fragancia dudo mucho genere una sublime sensación de arropamiento; a cambio de una plancha de vapor, una batería de cocina, un suetercito tejido para las tardes de brisa fresca cerca de la mar, o en una esquina urbana ruidosa y llena de polvo. Cobardía. 

Comprendo que tanta publicidad, tanta barata especial, tantos paquetes de consumo anunciados por restaurantes y centros de turismo, no han de hacer otra cosa que retorcerte el duodeno, cabrearte hasta los confines del hígado, ralentizar tu rabia contra la vida.

Esas voces que seguramente hacen inaudible la tuya, esa voz suave, firme, resignada y femenina, que quizá, en un susurro, cimbraría nuestro esqueleto al decir: “Sí, he vendido a mi hijo. He abandonado a mi hijo. Lo he intercambiado por un puñado de monedas y billetes que después me gasté en ácidos y drogas sintéticas, o en unos cuantos mendrugos de pan, o en pagarle a mi padrote las cuotas vencidas antes de que me tasajeara la cara con un cuchillo de sacrificar cerdos. 

Sí, soy culpable, pero quisiera ver a todos esos jijos de su rejija resolver de otra manera el futuro de un inocente, con los recursos tan limitados de mi circunstancia. Quisiera verlos a los muy desgraciados, a los de esas voces, tener el valor y el desprendimiento para asumir el peor sacrificio que se concibe para una madre, para cometer el acto más despreciable y abominable, a mi costa, solamente para esperar que mi hijo tenga un destino distinto al que me tocó vivir, que mi hijo no termine, como yo, en la ignominia”.

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