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Palabras maternales

Tu mirada cristalizada permanecía inmutable ante el espejo de tu cómoda-tocador color rosa, dispuesta bajo la ventana de la habitación de casa de tus padres. La verdad es que la humedad en tus ojos se debía en mayor medida a la última arcada del diafragma que te recordaba el estremecimiento continuo de tu alma, de tu esqueleto, de tu muy miserable existencia, pero en particular de tus entrañas que parecían tener voluntad propia, parecían haber decidido nunca dejar de provocar vómito.

Como tu mirada proyectada por esos ojos verdes esmeralda –que tantos elogios habían arrancado durante tus primeros diecisiete años de vida, que tantos corazones legítimos encantaban en la preparatoria en la que estudiabas-, tu mirada, decía, estaba más bien perdida en uno de esos mundos involuntarios que los ojos quieren ver cuando el alma se despedaza, pues no te percatabas de que la silueta de tu imagen proyectada en el espejo estaba rodeada por recortes infantiles, por ositos de peluche, por los diplomas de la gimnasia, del baile regional, y los carteles de las películas que aún veías tres y hasta cuatro veces.

Palabras maternales

¡Que me lleve el diablo¡ ¡si todavía eras una niña, joder! Qué día de las madres, ni que leches, si lo que tenías ahora que decidir era como asimilar tu propia maternidad confirmada en tres tubos de prueba comercial de embarazo. ¿Como entenderlo tú? ¿cómo enfrentar a tus padres? A tu padre, que lo mínimo que calculabas es que, de entrada, te caería a bofetadas vengando el estúpido honor anacrónico de familia que tanto presumía.

Al margen de la sabiduría popular, pues la verdad, neta, tu no tenías ni idea. ¿Cómo diablos ibas a saber? Hay cosas que nunca debieran mezclarse…

Desafortunadamente, a ti nadie te lo advirtió, nadie tuvo contigo una de esas charletas que tanto se exhiben en los libros de padres, en la literatura de kiosco urbano, vaya, en las novelas que dan en horario estelar, en las que los mayores, muy graves y nerviosos, pues intentan abordar con sus hijos precisamente los grandes temas de la adolescencia, con palabras rebuscadas y pánico a llamarle a las cosas por su nombre.

Nadie te lo advirtió. Y si a ello agregas esta forma emocionante y moderna de vivir perdiéndole el miedo a todo, asumiendo como vicio principal la adicción a la adrenalina, trivializando hasta lo que no se puede trivializar. 

Pues nada, la combinación es explosiva y seguramente fatal; que esa es otra, dentro de tu drama existencial, al menos tienes la ventura de seguir contando tus dedos, de mantener un latido de corazón y un torrente sanguíneo, porque cuantas como tú que no llegan a cruzar la línea de los dieciocho sin poner en riesgo, o terminar de plano, con su vida colmada de excesos juveniles.

Nadie te dijo que no. Pero, como iban a decírtelo, si todas a tu alrededor repetían sistemáticamente, cada fin de semana, la misma dosis: un buen número de copas de ron, pastillas de colores de aquí, de allá, y a la hora del sexo fácil, de ese tan promocionado por tus amigas, las que te decían que no eras nadie en la vida si no le conocías la intimidad al menos a un par de sujetos durante cada mes.

A esa hora, pues un pequeño toque de coca, de algún derivado sintético para ralentizar las sensaciones en cada rincón de tu cuerpo. Para imaginar proporciones increíbles a los factores entremezclados en la experiencia.

Nadie te dijo que la droga y el alcohol no se mezclan. Mucho menos cuando se vuelven antesala a una experiencia sexual revestida de la cualidad casual con la que todo se ve ahora en tu generación, del sexo consumado en una mente obnubilada, llena de humo de tabaco y de drogas que, desde luego, lo último en lo que hubiese pensado, sería en un maldito condón.

Muy poco, pero muy poco tenía que ver tu mirada verde esmeralda –preciosa en cualquier otra situación- con esta costumbre hedonista de tirarse un festejo frívolo, lleno de palabras maternales floridas, de sonrisas, de mucha hipocresía y de regalos inútiles. 

Muy poco, sobre todo cuando se volvió a llenar de lágrimas en el minuto que recapacitaste y te diste cuenta que, ya olvídate del nombre…, ni siquiera te acordabas de la cara del individuo que te ayudó a engendrar. No recordabas siquiera el sitio en el que se consumó el acto que ahora, en unos cuantos meses, te convertiría inesperadamente en mamá.


Alfonso Villalva

Alfonso Villalva

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