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La raza indómita

¿Quién más podría tener el magistral manejo de la pluma para describir al ilustre maestro don Ignacio Ramírez Calzada, El Nigromante, que uno de sus alumnos más destacado, Ignacio Manuel Altamirano, otro de los grandes liberares de la Reforma, cuyas obras siguen siendo el camino seguro para que la gran patria llegue feliz a su destino? Un destino tan luminoso como  justo.

Al describir a su maestro, dice Altamirano: “Ramírez fue un precursor de la Reforma; fue un luchador constante, audaz y valeroso; fue un enemigo implacable de toda tiranía; fue el sublime destructor del pasado y el obrero de la Revolución, como decía Justo Sierra en la admirable poesía que pronunció en los funerales del eminente republicano. Teniendo que combatir contra poderosos y enconados enemigos desde su juventud, tanto en la prensa como en el terreno revolucionario; sufriendo numerosas persecuciones; muchas veces preso, otras al pie del cadalso; casi siempre proscrito, pero jamás desalentado ni vencido; patriota sin mancha, liberal desinteresado, gobernante probo y rectísimo, Ramírez en esta larga serie de luchas y de conflictos que se sucedieron en su existencia azarosa, sin interrupción, necesitó atacar instituciones inveteradas, sistemas reputados inviolables, teorías que eran credos religiosos; hirió infinitas vanidades, y aun tuvo que desafiar, como Ayax, hasta a potestades que se creen divinas, y cuyo rencor se acrecienta en la derrota”. Solamente encontró un parangón en la mitología griega.

La raza indómita

Al cumplirse los 200 años del natalicio de este prócer, el Palacio de Bellas Artes le rendó un gran homenaje. En la Sala Manuel M. Ponce, se ofreció una charla pública entre los especialistas Fernando Curiel, Luis Maldonado, Mariana Ozuna, Miguel Ángel Castro y Vicente Quirarte, quienes conversaron sobre la figura y el legado del ideólogo liberal mexicano, quien se destacó en el ámbito político, literario y periodístico del México del siglo XIX. “Fue un sabio, un gran estudioso de la botánica y también de la química; fue radical en su pensamiento, el más radical de los hombres de la Reforma”, destacó Quirarte.

Ignacio Ramírez nació el 22 de junio de 1818. Creó la Biblioteca Nacional y unificó la educación primaria de la capital con la de los estados durante el gobierno de Benito Juárez. Es considerado uno de los artífices más importantes del Estado laico mexicano. Colaboró en diarios mexicanos como Don Simplicio, El Siglo Diez y Nueve, El Monitor Republicano y El Correo de México. Una de sus frases más célebres: “El crimen más grande que puede cometerse contra cualquier ciudadano es negarle una educación que lo emancipe de la miseria y la excomunión”.

En el Estado de México, con fecha 26 de diciembre del 2017, el periódico oficial Gaceta de Gobierno, hace oficial el decreto por el que se declara “2018. Año del Bicentenario del Natalicio de Ignacio Ramírez Calzada, El Nigromante”, por lo que dicha leyenda deberá insertarse en toda correspondencia oficial de los Poderes del Estado, de los ayuntamientos y de los órganos autónomos constitucionales, así como organismos auxiliares de carácter estatal o municipal”.

Esta iniciativa no fue respaldada por otras instancias de gobierno a las que pesa su recuerdo.

Volviendo al texto de Altamirano, escribe que cuando se conocieron en el Instituto Literario de Toluca: “Ramírez en 1850 era un joven de treinta y dos años de edad, pero su cuerpo delgado y de talla más que mediana, se encorvaba ya como el de un anciano. Su semblante moreno, pálido y de facciones regulares, tenía la gravedad, melancólica que es como característica de la raza indígena; pero sus ojos, que parecían de topacio, deslumbraban por el brillo de las pupilas; la nariz aguileña y ligeramente deprimida en el extremo, denunciaba una gran energía, y los labios sombreados por un escaso bigote, se contraían en una leve sonrisa irónica”.

Altamente sensibles son sus últimos párrafos: “Al contemplar a este hombre siempre bueno, tantas veces perseguido por las potestades a quienes combatía; siempre atado como Prometeo a la roca de la miseria, en la cual las únicas Oceánidas que lo consolaban eran el pueblo, la juventud y su propia conciencia; al verlo bajar del poder siempre pobre, al conocerlo siempre generoso, al penetrar en su hogar que era el santuario de todas las virtudes domésticas, no podía uno menos de repetir las palabras de Renán: ¡Cuántos santos existen bajo las apariencias de la irreligión!”.