Editoriales > ANÁLISIS

La moral no da moras

El diccionario Oxford de lengua inglesa designó el neologismo ‘post-truth’, como la palabra del año 2016, porque: “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. De ninguna forma contradijo o puso en duda la contundencia de los valores universales y eternos, decantados a lo largo de los siglos, durante los cuales el hombre encontró el rumbo de sí y de toda la creación.

Ciencia, arte y moral, los tres grandes campos de la cultura humana, siguen siendo los caminos para llegar a las cúspides de la verdad, la belleza y la bondad, en que el hombre se convierte en sabio, en creador, en santo. Dada la fragilidad de la naturaleza humana, no es dable a todas las personas alcanzar esos niveles de excelencia; pero, sí acercarse mediante el esfuerzo consciente y la aceptación del principio esencial de que la libertad de uno termina donde empieza la de otros.

La moral no da moras

Las fuentes inagotables de sabiduría que vienen siendo las culturas de la antigüedad, sobre todo la greco-latina, cuentan cómo los valores universales y eternos fueron descubiertos y enunciados luego de ardorosos afanes, y también cuentan cómo los hombres han pretendido evadirlos para situarse por encima de ellos y dominar a sus semejantes sin antes haberse dominado a sí mismos. Julio César, quizá el hombre más poderoso que ha existido sobre el planeta, se creyó dios sin serlo.

Cuenta Suetonio, en su Vida de doce Césares, que para obtener su inmenso poder tenía un pie entre los nobles y el otro entre la plebe; a ésta le dio pan y circo, la fórmula exitosa que han imitado otros gobernantes al paso del tiempo, excepto a partir de finales del siglo XX, cuando se volvió a los métodos más crueles de dominio: el peonazgo, la encomienda y la esclavitud de los tiempos modernos. Sin pan ni circo, los que sólo tienen sus manos para ganar la gorda, subsisten.

Subsisten y resisten a la espera de la recuperación de los valores y el cumplimiento de la promesa que encierran y que es, sin lugar a dudas, el logro más importante de la sociedad, entendida ésta como el conjunto de personas que conviven y se relacionan dentro de un mismo espacio y ámbito cultural, además de ser una agrupación natural o pactada de personas o animales, con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todos o alguno de los fines de la vida: la perpetuidad.

La perpetuidad no de un individuo, que como dijo el arúspice romano de Julio César: “Su retorno a la Ciudad Eterna fue colosal: en un trono elevado, y circundado por sus poderosas legiones, con coraza, espada y corona de laureles, no era menos que un dios en la Tierra. Pero los dioses son inmortales, y César no lo era…”. Entre todos los bienes, no el dable al ser humano la gracia de la perpetuidad; pero, sí puede tenerla la sociedad que se cobije con el manto de los valores eternos.

Las culturas antiguas dan fe de ello, lo mismo la fenicia, la egipcia, la griega y la romana, que la nahua, la maya y la inca. Fueron culturas creadoras de ciencia y conocimiento; de arte y de belleza; de moral y solidaridad, de cuyas muestras existen testimonios múltiples, grandiosos y, en parte, insuperables. Por ello el Renacimiento marcó, a partir del siglo XV, el retorno a la fuente de las culturas humanistas, para tomar el impulso necesario para otras nuevas y colosales hazañas.

No es peregrino, entonces, que quienes buscan volver a las culturas antropocéntricas, entendidas desde la perspectiva de Protágoras, quien decía que: “El hombre es la medida de todas las cosas”, traiga a colación los valores universales y eternos como una alternativa para superar la oscuridad de la noche egocéntrica, en que uno tiene todo a costa del sacrificio de los demás, a los que no es capaz de ceder los beneficios que el derecho, el talento o la decencia garantizan como inviolables.

Hablar de moral, de arte y de ciencia, es referirse al triángulo luminoso de la cultura, asumida como todo lo que el hombre ha hecho, para obtener de natura sus mejores frutos; es referirse a la quinta esencia de la naturaleza humana, a la chispa divina que Prometeo robó a los dioses para darla al hombre, al fuego renovado de los aztecas, a la esperanza inmarcesible de la inmortalidad; pero, no como persona, sino como especie, a través de los mejores logros en las tres disciplinas.

Es también hablar de justicia social, de alegría y de amor.