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Al paso de la carreta...

Primero fueron las mujeres, que ya ocupan la mitad de los puestos y cargos de representación en dos de los Poderes de la Federación; ahora, son los pueblos originarios, con los que México tiene una deuda histórica que el nuevo gobierno se ha apresurado a pagar con hechos y realidades concretas que permitan elevar el nivel de vida de las comunidades del sur-sureste del país. Ayer el presidente, en Oaxaca, dio a conocer el ambicioso Programa Nacional de los Pueblos Indígenas.

Relajado, como si fuera un maestro dirigiéndose a sus alumnos, el Presidente explicó bien en qué consiste el programa, por medio del cual: “Vamos a llevar a cabo acciones para beneficio de la gente más necesitada; pero de todos los pobres la preferencia la van a tener los pueblos originarios”. Dijo que lo haría respetando la autonomía de los municipios regidos por gobiernos emanados de los usos y costumbres de las comunidades de Oaxaca, confiando en sus autoridades.

Al paso de la carreta...

Fue claro y preciso cuando aseguró que los recursos de todos los programas se entregarán en forma directa a los interesados sin los intermediarios que no pocas veces, en periodos anteriores, eran los que se beneficiaban. Recordó a Benito Juárez y a los hermanos Flores Magón, uno defensor y restaurador de la República y los otros precursores de la Revolución Mexicana. Con estas acciones, se busca el desarrollo armónico de todas las regiones del país, para bien de todos.

Quizá es buen momento para recordar a Ignacio Ramírez Calzada que en este año cumplió el segundo centenario de su nacimiento, cuando, en 1850, junto con otros liberales fundó el periódico Themis y Deucalión. Ahí público su artículo A los indios, calificado por muchos como el manifiesto indígena. En él llamaba a votar por los liberales y daba sus razones: “Vuestros enemigos os quitan vuestras tierras, os compran a vil precio vuestras cosechas, os escasean el agua aún para apagar vuestra sed, os obligan a cuidar como soldados sus fincas, os pagan con vales, os maltratan, os enseñan mil errores, os confiesan y casan por dinero, y os sujetan a obrar por leyes que no conocéis; los puros os ofrecen que vuestros jueces saldrán de vuestro seno, y vuestras leyes de vuestras costumbres, que la nación mantendrá a vuestros curas, que tendréis tierra y agua, que vuestras personas serán respetadas, y que vuestros ayuntamientos tendrán fondos para procurar vuestra instrucción y proporcionaros otros beneficios”. 

¡Cuánto tiempo ha pasado y todo sigue así!

Todavía lo indígenas de México, como los de toda la América indiana, siguen siendo víctimas de la más inicua explotación y despojo, como el que pretende perpetrar el nuevo gobierno de Brasil, para quienes las tierras en manos de las tribus originarias encierran un rico filón de riquezas de toda suerte, que se explotarán a costa de la destrucción del más importante pulmón del planeta.

El Nigromante, en el discurso de la noche del 15 de septiembre 1867, por encargo de la Junta Patriótica de la Ciudad de México, retomó el tema: “Cayó el imperio de los aztecas, que abrigado por las tormentas de los mares y escondido por las sombras del destino, escapó durante muchos siglos a la codicia de la Europa: y pudo levantarse a una altura de civilización adonde no han podido acercarse sus orgullosos conquistadores sino imitando de los pueblos extraños, leyes, literatura, artes y ciencias. ¡Cayó! Y de sus pirámides arruinadas, y de sus templos abandonados en las selvas, y de sus ídolos mutilados, y de sus admirables recuerdos, y de 100 idiomas que no se callan todavía, y de los montes inflamados y de las playas mortíferas, se escapan millares de clamores en una sola voz, tormenta de Cortés y de Calleja, el ¡ay!, de los vencidos, que de día y de noche, no demandan piedad sino venganza”. Hoy, en Oaxaca no se ofreció piedad ni venganza.

No es piedad lo que el nuevo régimen ofrece a los pueblos originarios de estas tierras; tampoco la venganza que clamaba el Nigromante, de profundas raíces indígenas; sino justicia. Esa justicia que les permita, sin renegar ni relegar sus tradiciones centenarias, incorporarse a la vida moderna. 

No se atenderán sus necesidades como una graciosa concesión para que ahonden los vicios y las tremendas desigualdades que existen en su seno; sino que el gobierno invertirá recursos para estimular el crecimiento, tanto de los sistemas productivos, como de la capacidad creadora de los hombres, mujeres, jóvenes y niños que fueron capaces de crear las civilizaciones que aún en el días que corre siguen siendo ejemplo y asombro por su magnífica perfección.

Bien por México, bien por los mexicanos.