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La apasionante historia de María Pávlovna

Tras casarse con un príncipe se exilió en París. Allí creó una manufactura que sedujo a los grandes diseñadores. Un libro explora ahora su legado

Huevo de Fabergé que el zar Nicolás II, primo de Pávlovna, le regaló a su madre en 1915, con el retrato de la Gran Duquesa María y sus cuatro hijas.La apasionante historia de María Pávlovna

La gran duquesa María Pávlovna (San Petersburgo, 1890-Mainau, 1958) estaba acostumbrada a lucir conjuntos de diamantes y zafiros de Cartier y vestir trajes a medida, pero no sabía lo que costaba una naranja. “Jamás tuvo que llevar dinero encima, lo cotidiano no era normal para ella”, explica Nadia Albertini (Ciudad de México, 38 años), experta en la historia del bordado que ha estudiado a fondo la vida de la aristócrata rusa para publicar, junto a Sophie Kurkdjian, Kitmir: Les broderies russes de Mademoiselle Chanel (Gourcuff Gradenigo), un libro que repasa la trayectoria de una mujer que pasó de los lujos de la corte de su primo, el zar Nicolás II, a ir a un curso con obreras para después montar su propia casa de bordados, Kitmir.

Esa compañía, cuyo nombre fue tomado de un perro de la mitología persa, fue uno de los muchos negocios de rusos en el exilio que surgieron durante los años veinte en la capital francesa. Kitmir, fundada en 1921, pasó de tener un éxito fulgurante a cerrar en 1928, en vísperas de la Gran Depresión. En ese momento Pávlovna vendió su archivo a Hurel, maison de tejidos nacida en 1873 y aún en activo, considerada Patrimonio Vivo francés. Albertini —maestra bordadora que ha trabajado con Chloé, Chanel, The Row o Sies Marjan y en 2021 publicó otro libro dedicado a un bordador que hizo historia, René Bégué— se ha sumergido en esos archivos para entender mejor la influencia que el taller de la gran duquesa tuvo en su tiempo. “He querido averiguar cómo se creó su gusto, de dónde venían sus ideas, qué parte de su historia personal inspiró sus bordados”, explica.

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Anuncio de Kitmir de 1924.

El hilo de la vida de Pávlovna trasladó a Albertini a los palacios dorados en los que creció, entre iconos y tejidos de jaquard que se fijaron en su retina; a la corte sueca (su primer marido fue el príncipe Guillermo de Suecia, de quien se divorció en 1914) y a la escuela de arte de Estocolmo, “donde aprendió dibujo y diseño y se vio influida por el art noveau”; a su viaje a la coronación del rey de Siam (hoy Tailandia) en 1911, que le descubrió jardines y estampados que luego incorporaría a sus creaciones; a su exilio tras la Revolución Rusa, que la llevó a Odesa, a la corte de María de Rumanía y, finalmente, a París. “Sus bordados son difícilmente identificables, porque trabajó muchos motivos diferentes”, explica Albertini, “no hay un estilo Kitmir, su principal característica es la apertura a otras culturas”.Aunque si algo marcó su trayectoria fue su colaboración con Gabrielle Chanel. En 1921 la bordadora de la maison, madame Bataille, quiso subir sus tarifas y la gran duquesa aprovechó esa oportunidad y se ofreció a sustituirla. Sin experiencia, pero con arrojo, Pávlovna pasó de clienta a suministradora. “Tenía toda la motivación para salir adelante, instinto de supervivencia. Nada le daba miedo, pero a veces eso la llevaba a ser un poco inconsciente”, sostiene Albertini.

En París vendió las joyas que habían viajado con ella al huir de Rusia para pagar el alquiler y comer. Había aprendido a bordar en palacio, como todas las mujeres de la alta sociedad rusa, y decidió monetizar esa afición. Tuvo visión y se fue a comprar una máquina Corneley, que había revolucionado el sector del bordado. Se apuntó a un curso para aprender a utilizarla, al que acudía camuflada, como una obrera más, ocultando su nombre y su origen. A Chanel —que tuvo una aventura con su hermano, Dmitri Pávlovich— le encantaron sus diseños, y comenzó una colaboración que brilló en el denominado periodo ruso de la maison francesa.

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María Pávlovna, alrededor de 1920.

En la vorágine de los años veinte su negocio floreció. En 1923 el taller de Kitmir llegó a sumar 50 empleados. La empresa había nacido para dar trabajo a otros rusos migrados —”La creó por conciencia social y también por culpa; su familia no había sabido evitar el drama y para ella era casi un deber”, apunta Albertini—, pero la creciente demanda de sus bordados (en 1926 llegó a ser proveedora de 200 firmas) acabó por ser demasiado para una emprendedora inexperta. “Salió adelante sola, con casi 30 años”, asegura Albertini, “para ella fue difícil darse a respetar al no ser del gremio y siendo una mujer, que, además, venía de otro mundo”. Tuvo que adaptarse a un universo nuevo, en el que su trabajo quedaba en la sombra y daba brillo a los grandes nombres que lo utilizaban en sus prendas. “Sigue pasando hoy, muchos colaboradores de las grandes firmas quedan detrás, no se habla de ellos porque son obreros, es un trabajo manual que no es tan chic”, añade la autora.

Pávlovna tenía el arranque, aunque esa chispa no le sirvió de mucho cuando el panorama económico mundial comenzó a oscurecerse y evidenció sus carencias gestoras. Pero el fracaso no la detuvo. En 1930 dio carpetazo a esa etapa y lo volvió a dejar todo para reinventarse, una vez más, en Estados Unidos.

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Muestra de bordado de Kitmir con piezas de madera y metálicas.