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La maestra

Recién cumplidos los 18 años, la jovencita de talle juncal, pelo largo castaño y grandes ojos luminosos, acudió a las calles de Argentina y Luis González Obregón, en pleno centro de la majestuosa Ciudad de México, donde se encuentra la SEP, para recibir del director general de Educación, calendario B, Jesús Ramírez Caloca, su nombramiento como maestra de grupo en la comunidad de Sahuarichi, en plena sierra Tarahumara.

Las referencias actuales de Sahuarichi señalan que: “la localidad de Sahuarichi está situado en el Municipio de San Francisco de Borja, en Chihuahua. Hay 36 habitantes. Sahuarichi está a 1970 metros de altitud”. No más. Pero, aquella muchacha, maestra de vocación, se sintió feliz, orgullosa, de ir al remoto lugar a ejercer la profesión en la que tanto ahínco de preparó. Tomó el autobús de línea, luego un pollero y un caballo.

La maestra

El drama de las maestras rurales lo había llevado el cine ese equipo magistral formado por el director Emilio Indio Fernández, el escritor Mauricio Magdaleno, el fotógrafo Gabriel Figueroa y la diva de México, María Félix, en la película Río Escondido, un año antes de su nacimiento; pero, la joven maestra debió vivirlo en carne propia. Quizá fue su carácter fuerte, su voluntad irreductible, su vocación inequívoca las que ayudaron.

Le permitieron luchar contra la ignorancia, el fanatismo, el alcoholismo que cerraba toda oportunidad de redención a hombres, mujeres y niños marcados por la desgracia de la que únicamente podía redimirlos la educación, el asomarse a una vida diferente, el deseo de superación. Esos valores que la jovencita llevó a una comunidad perdida entre las altas montañas de la Sierra Madre Occidental. Sabía cómo; pero, además, quería.

Con aulas en paupérrimas condiciones, empezó a dar clases, cumpliendo con lo que el calendario escolar y los programas de la Secretaría de Educación, entonces en manos del ilustre educador, pensador y escritor don Agustín Yáñez, señalaban. Disciplinada en todos los aspectos de su vida y altamente responsable, pronto puso orden en el caos. A las labores académicas, aunó otras, como reza el Artículo 3º constitucional: “La educación deberá tender al desarrollo armónico de todas las facultades del individuo”.

No tenía electricidad, pero había un señor que tocaba el violín y pronto dio clases de danza regional, llevando a los altos de Chihuahua la música de su tierra, con jaranas y huapangos (había sido alumna del IRBA en su natal Tampico). No había canchas ni pelotas; pero, fomentó el atletismo que ella misma practicaba desde la niñez. Se ganó el respeto de los adultos con las clase nocturnas y con el asesoramiento en asuntos de la comunidad (había cursado, junto con sus estudios regulares, la carrera de contador privado). Por ello, al otro año fue enviada a otro lugar remoto para repetir la hazaña.

Quizá si su señora madre, que sufría su ausencia y estaba inconforme con la tarea que se impuso, no hubiera solicitado la intervención de su hermana, subsecretaria de la Reforma Agraria, para traerla a Tamaulipas, aún anduviera por aquellos inhóspitos lugares, cumpliendo con su vocación. Regresó a su tierra con la condición de seguir siendo maestra rural. Luego fue maestra normalista y hubiera seguido; pero, el amor…

El matrimonio convirtió la decisión personal en un acuerdo común. Siguió siendo una maestra en la ciudad, sin aceptar jamás una comisión, una dirección, un puesto de esos que existen para irla pasando. “Soy maestra de grupo, así dice mi nombramiento y lo seguiré siendo hasta el día en que ya no pueda dar más”. Terminó su carrera como la había emperezado: con modestia, entrega, disciplina y dedicación. Los más altos honores que ha recibido, son el cariño de los profesionistas que fueron sus alumnos y que abrevaron de su ejemplo los valores que hacen del ser humano el ser superior.

¡Felicidades, maestra Chelita!