Editoriales > ANÁLISIS

De águilas y serpientes

Este 11 de mayo se conmemora la partida de dos de las altas cumbres de la cultura mexicana y latinoamericana: de Pedro Enríquez Ureña, escritor y filólogo dominicano, y de Julio Torri Maynes, fundador del Ateneo de la Juventud, en el que se conjuntó al pensamiento más avanzado de las postrimerías del porfiriato, precisamente para dar nueva dimensión a los 3 grandes campos de la cultura humana: arte ciencia y moral.

Es un lugar común resumir la tarea del Ateneo de la Juventud Mexicana, luego sólo Ateneo de la Juventud, por medio del párrafo magistral de Antonio Caso: “Volved los ojos al suelo de México, a los recursos de México, a los hombres de México... A lo que somos en verdad”, que bien podría pronunciarse con igual acierto en estos días tan aciagos, en los que México y los mexicanos han perdido su identidad y sus recursos.

De águilas y serpientes

El Ateneo de la Juventud es la respuesta de los jóvenes de principios del siglo pasado a lo que Alfonso Reyes Calderón describió con acierto: “El porfiriato daba síntomas de caducidad y la paz proclamada por el régimen también envejecía”. El vigor de los años mozos de aquellos grupos de estudiantes y egresados de escuelas de nivel superior, hastiados del viejo régimen y de la ideología que le aportaba el grupo de intelectuales conocido como Los Científicos, proclives todos a favorecer al capitalismo extranjero, generó una gran actividad cultural, tanto en la capital como en las urbes provinciales.

El impacto de este grupo, fundado el 28 de octubre de 1909, fue de tal magnitud que tuvo la simpatía y el apoyo de las mentes más lucidas y despiertas de toda la América indiana. Un año después, ya tenía en su seno a los talentos más brillantes de la época entre escritores, periodistas, músicos, pintores, arquitectos, ingenieros, abogados, médicos y estudiantes, destacando: Isidro Fabela, Nemesio García Naranjo, Ricardo Gómez Robelo, Jesús T. Acevedo, Roberto Argüelles Bringas, Antonio Caso, José Escofet, , Carlos González Peña, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes Ochoa, Mariano Silva y Aceves, Alfonso Teja Zabre, Julio Torri y José Vasconcelos Calderón; de provincia llegaron:  Enrique González Martínez, Antonio Mediz Bolio y Martín Luis Guzmán; del exterior: Max Henríquez Ureña, Pedro Henríquez Ureña, Ricardo Arenales, José Santos Chocano, Efrén Rebolledo y Diego Rivera que residía en París.

Los planteamientos de los ateneítas, que indudablemente contaron con el apoyo de Justo Sierra, el ministro de Educación de Porfirio Díaz, marca la ruptura entre la nueva generación y la tradición literaria del siglo XIX; iba en contra de una educación oficial científica y positiva nacida de la Reforma y establecida en el porfiriato, que había alejado de las aulas el cultivo de las humanidades. Exigían al régimen dotar a la educación en México de una visión amplia que cuestionara el determinismo biológico, el racismo y que, además, encontrará solución a los problemas causados por ajustes sociales a partir de los procesos de cambio como la industrialización y la urbanización.

Con un poco de libertad, se podría decir que los ateneístas pusieron el sustento ideológico de la Revolución y su producto más notable: la Constitución de 1917. Es claro que muchos de ellos participaron en el Congreso Constituyente de Querétaro aportando un aire fresco a las ideas políticas. Otros, incorporados al ejercicio de las tareas públicas, llevaron ese ideario a la práctica, para hacer valer la justicia social.

En la actualidad, como en el porfiriato, se reniega del nacionalismo, exhibiendo sólo la parte más negativa de sus propuestas. De ahí el gran valor de la obra del Ateneo de la Juventud, que introdujo a México nuevas prácticas para la generación y difusión del pensamiento humanista, principalmente en la literatura, la filosofía y la filología. Sus logros más notables son: la libertad de cátedra y de pensamiento, la reafirmación de los valores culturales, éticos y estéticos de México y América Latina como una nueva realidad social y política.