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La no intervención activa

Y es que para México invocar la no intervención está bien, pero no es suficiente. Se trata de avanzar en el concepto, sin perder su esencia

Si alguna cosa es rescatable de toda la etapa priista del siglo XX, es su política exterior, la cual se construyó a base de experiencias históricas —siempre en busca del reconocimiento y respeto a su soberanía, así como a su condición de nueva nación—, a través de hombres visionarios y mujeres destacadas, con el objetivo admirable de construir un discurso propio que la diferenciara de las demás, especialmente de la de nuestro vecino del norte, que siempre ejerció un dominio político e ideológico sobre la región.  

Al final, esa política exterior le dio a México un gran prestigio y reconocimiento internacional que, en mi opinión, encontró su momento culminante con la concepción y materialización del llamado Tratado de Tlatelolco, firmado un 14 de febrero de 1967, que no sólo creó la primera zona libre de armas nucleares en América Latina y El Caribe, sino que dio pie al establecimiento de otras zonas similares en diferentes áreas geográficas, que hoy mantienen a más del 50% del territorio del planeta libre de dichas armas de destrucción masiva. Sin duda alguna, la mayor contribución de México a la paz y seguridad mundial. 

La no intervención activa

La llegada del siglo XXI trajo consigo nuevos gobiernos —si consideramos los del PAN en 2000 y 2006—, así como un terrible retroceso —si señalamos al del PRI renovado de 2012—, que en su conjunto buscaron a toda costa —en el discurso y en la práctica— declarar obsoletos los referidos principios, en un grosero intento por borrar la historia e inaugurar una nueva y esplendorosa época del mundo moderno, neoliberal, por cierto. Desde la Cancillería no hubo resistencia a la nueva visión, un poco forzada por la misma inercia interna.

Tal vez el único avance digno de mencionar en ese periodo sea la incorporación del respeto, la protección y promoción de los derechos humanos, más como una nueva política de Estado que como un nuevo principio de política exterior, el cual fue sobre utilizado en el exterior como  justificación para todo, incluso para intervenir en asuntos internos de otros países, sin tomar en cuenta que esa nueva política debía aplicarse y consolidarse primero al interior del país, especialmente ante el deterioro de la seguridad y la expansión de la violencia, para luego —con toda calidad moral— enarbolar esa bandera en el exterior. La llamada apertura de México al escrutinio mundial en materia de derechos humanos no fue razón suficiente para superar nuestra problemática interna, mucho menos para exigir la misma postura a otros países. 

La llegada del nuevo gobierno de Morena hizo que la historia diera vuelta y pusiera los principios de política exterior en donde siempre debieron estar: en el centro de la actuación de México en el escenario internacional, reivindicando con ello no sólo a los hombres y mujeres de antaño, sino reorientando la política exterior en beneficio de las buenas causas internacionales. Dentro de los principios de política exterior destaca desde luego el de la no intervención, el cual ha sido invocado por el nuevo gobierno de México en el caso de Venezuela y Bolivia y, pronto, seguramente, en el de Nicaragua.

Y es que para México invocar la no intervención está bien, pero no es suficiente. Se trata de avanzar en el concepto, sin perder su esencia. Entonces tendríamos que referirnos a la no intervención activa, aquella que por definición no es pasiva, no es neutralidad a ultranza, que toma partido, no por una de las partes en conflicto, sino por el diálogo, la concertación y la resolución pacífica de las controversias, única vía para superar los conflictos en la región.  

Para ponerlo en sentido práctico, parafrasearé a un simpático y conocedor diplomático costarricense, quien, al tratar de explicar la tradicional neutralidad de su país, puso el ejemplo de dos ciudadanos centroamericanos que peleaban en la calle, en medio de la muchedumbre, que coreaba a uno y a otro, tomando claramente partido. A diferencia de ellos —decía—, los ticos no se meten en líos, pasan de largo y a veces ni voltean a ver la pelea. Esa es nuestra neutralidad —explicaba el diplomático de manera sarcástica, pues obviamente no estaba de acuerdo con esa posición. Así pudiera entenderse la no intervención pasiva. Sin embargo, en la no intervención activa uno no pasa de largo, se va a parar, va a observar la pelea, sin tomar partido por los contrincantes, y va a proponer el alto al combate y la alternativa del diálogo para dar una salida al conflicto. Esa es la diferencia.