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Reprobado en primera comunión

Mi abuelita María (mamá de mi mamá) fue quien me enseñó a rezar. Los fines de semana iba a su casa y ahí, entre deliciosas tazas de chocolate y dulce pan, me enseñó el Padre Nuestro, el Ave María y otros rezos que, en su voz tierna y bondadosa, me ayudaron a reconocer y reverenciar lo sagrado.

Llegado el momento, mamá le pidió que me preparara para hacer la primera comunión, y se planeó que la hiciera en Coatzacoalcos, Veracruz, durante unas vacaciones que pasaríamos en casa de mi tío Fernando, que allá vivía.

Reprobado en primera comunión

Me aprendí los rezos, los mandamientos, y todo fue muy bien, hasta que llegó el momento de tener una reunión con el sacerdote de la iglesia donde se realizaría la ordenanza, la noche anterior a tal evento.

Había varias personas en la reunión, y en cierto momento, el padre, que hablaba (creo) de la relación del ser humano con Dios, lanzó la pregunta “¿Nosotros somos animales?”, y entonces voltea conmigo y me hace la misma pregunta ya directamente a mí. Lo que el padrecito no sabía es que  a mí, imberbe niño de tercero de primaria, me acababan de enseñar en la escuela que había tres reinos, el reino animal, el reino vegetal y el reino mineral, y que el hombre pertenecía al primero. Así que, entre lo que le pensaba si acaso era aquella una pregunta capciosa, dudé en responder, y entonces el padre, señalándome con dedo flamígero, dictó sentencia condenatoria: “Este niño no puede hacer la primera comunión, ¡no sabe si es un animal!”. Tras ese comentario, que más que nunca me hizo sentir perteneciente al susodicho reino, ya cuando me preguntó los rezos, se me puso la mente en blanco e hice mutis, así que el padre me despachó a mi casa sin autorizarme la comunión.

Allá voy yo con tremenda carga moral y emocional a informar de mi fracaso a la familia. Imagínense, ¿quién rayos reprueba la primera comunión? Aquello supuso para mí un trauma del que creo que no he podido terminar de recuperarme. Lo peor del caso es que ya todo estaba organizado para festejarme al día siguiente. Gente ya invitada, refrigerio contratado, etc. Yo me imagino que mi abuelita ha de haber pensado “qué oso con este nietecito”, pero estoicamente ni ella ni mi madre dijeron nada (no se me fuera a dañar la autoestima a niveles irreversibles), aguantaron calladas, y la fiesta se realizó sin que la gente se enterara de mi terrible desgracia.

Felizmente, al año siguiente, y ya con una idea más clara de la diferencia entre los conceptos científicos y los religiosos, hice mi primera comunión “en segunda vuelta”, ya en Reynosa. Así que, dando tumbos, pero finalmente lo logré.

Las pruebas de la vida

Aprendí con esto que en la vida hay pruebas. Pruebas que a veces pasamos y otras reprobamos. He aprendido también que algunas pruebas son más importantes que otras, y que algunas de las más importantes (para mí en lo personal), son las siguientes:

La prueba como esposo, en donde la nota aprobatoria dependerá de la felicidad, la paz y la tranquilidad que logre ofrecer a mi compañera de vida.

La prueba como padre, en donde se trata de proveer para mis hijos lo necesario en el aspecto material y emocional, además de tratar de dejarles un buen ejemplo y enseñarles principios correctos.

Y la prueba como ciudadano del mundo, en la que considero que mi aprobación dependerá de tratar de ayudar a la mayor cantidad posible de personas y de hacer daño a las menos posibles, poniendo en práctica doctrinas como el amor a mis semejantes, la tolerancia y el perdón. 

La balanza final

En todo esto, ahí voy dando tumbos, pero deseo sinceramente seguir esforzándome por lograr aprobar, por lo que apelo a la comprensión y la paciencia de aquellos que les ha tocado acompañarme en este viaje. A ti, querido lector, te dejo de tarea pensar cuáles son tus pruebas más importantes.

En la biblia, hubo cierto rey que incurrió en conductas reprochables, y al que Dios le reveló a través del profeta Daniel: “Pesado has sido en balanza y fuiste hallado falto”. Así que espero de todo corazón que cuando llegue mi momento de pasar a la balanza final, no me vayan a faltar kilos. Y también de todo corazón, espero que dicha prueba final no me la vaya a aplicar aquel padrecito veracruzano de infausta memoria y de cuyo nombre no quiero ni acordarme. Capaz que me da alojamiento permanente en el reino animal, condenado a rebuznar por toda la eternidad.