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Sea usted una cabeza: la increíble historia de Madame Tussaud

El británico Edward Carey pasó 15 años dando forma a ‘Little’, una biografía que encumbra a una mujer que eligió crear a partir del arte más bizarro y no se detuvo ante nada

Figura de cera de Marie Tussaud en el Museo Madame Tussaud de Londres.Sea usted una cabeza: la increíble historia de Madame Tussaud

Solía llevar a todas partes una copia de sí misma. La colocaba a su lado y se veía por duplicado. O simplemente se veía, sin más. Se miraba en un espejo que no iba a imitarla, que se iba a quedar quieto, observándola. La historia de Marie Grosholtz, la conocidísima y aguerrida Madame Tussaud, es la historia de una niña solitaria fascinada por el poder de invocar a los muertos —el poder, en realidad, de derrotar a la mismísima muerte— de la cera que fabrican las abejas. La de alguien que iba a todas partes con una pequeña bandeja de plata, la pequeña bandeja de plata que hizo las veces durante un tiempo de mandíbula de su padre, y una muñeca, a la que tal vez llamó Marta, y que perdió la oportunidad de quedarse con su madre para siempre por no haberla moldeado a tiempo. Un día despertó y se había colgado, y en lo primero en que pensó fue: “¿Podríamos aún replicarla?”.

Como un paleontólogo ante el dibujo lleno de huecos del esqueleto de algún tipo de ser mitológico, Edward Carey (North Walsham, 50 años), dramaturgo y novelista que acaba de publicar Little (Blackie Books), pasó 15 años dando forma (nunca mejor dicho) a la figura de tan incomprendida artista —¿acaso se ha tenido siquiera como tal?—, obsesionado por la importancia de su legado —todo lo que Tussaud moldeó, lo moldeó antes de que se inventara la fotografía— y las réplicas de personajes gigantescos, de Robespierre a María Antonieta, pasando por Voltaire y Marat —este último, moldeado por ella misma, sigue en su famoso museo en Londres—, capturaban mucho más que cualquier retrato al óleo, permitiéndoles viajar en el tiempo e instalarse en todos los futuros posibles. Algo, para Carey, profundamente humanista.

¿Que cómo le dio por dejarse fascinar por una criatura tan poco reivindicada? “Cuando tenía 20 años o así, trabajé en el Museo Madame Tussauds de Londres. Mi trabajo consistía en vigilar que nadie tocase las figuras. Y empecé a intentar de veras querer protegerlas. Pasaba mucho tiempo con ellas. Y me di cuenta de que estar junto a obras que había hecho ella con sus propias manos era lo más parecido a estar dentro de la Historia. Lo más cerca de la Revolución Francesa que había estado nunca. También advertí de qué manera cada una de sus obras hablaba en algún sentido de un momento en su vida. No podía dejar de contemplar a Marat. Cómo su Marat era mucho más auténtico, parecía un monstruo terrorífico, que la versión pictórica de Jacques-Louis David, completamente idealizada y absurda, pura fake news de la época”, contó Carey en una entrevista.

Leyó sobre ella. No podía creérselo. Una huérfana que nace en Berna, Suiza, el año en el que Wolfgang Amadeus Mozart escribió, con cinco años, su minueto para clavicordio (1761) y que, por infortunio familiar —ruina absoluta— acaba de criada de un tipo que trabaja moldeando partes del cuerpo para un hospital, y se aficiona a echarle una mano con su pequeño hobby: el de replicar cabezas. Harta de pensar en un futuro que va a ser de todas formas horrible, su madre se cuelga un día de una viga —ella tiene apenas seis años— y la deja sola con el tal Curtius, el rarísimo pero inofensivo modelador de cera que la llevará con él a todas partes, y del que aprenderá el oficio, que, poco a poco, y a medida que el ego de sus clientes se expanda, se convertirá en un buen negocio. ¿Por qué limitarse a replicar cabezas de don nadies cuando pueden replicarse cabezas famosas?

Así, algo que nace como una sofisticación bizarra del retrato —los tenderos colocaban sus propias cabezas en los escaparates de sus tiendas y vendían más porque los clientes querían verlas y tocarlas que porque el producto que fuese que vendiesen fuese un buen producto—, se convierte, tras el paso de escritores y filósofos por el taller de Curtius, en una pequeña colección de, se sorprenden al principio, sumo interés para cualquiera. El ser humano quiere saber qué aspecto tiene realmente un ser humano excepcional. Quiere tener la cabeza de Robespierre en sus manos y observarla como se observaría a un ser de otro planeta. A su traslado a París, y antes de que Marie, aún Grosholtz, se convierta en “la persona” con la que juega la princesa Isabel en el palacio de Versalles y tenga que dormir en el estante de un armario, fundan, en la Casa de los Monos —un lugar que albergaba monos visitables—, su primer museo de cera, antecedente directo del famosísimo Madame Tussauds.

 



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