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Nostalgia del cine: ¿El fin de una era?

La pandemia acelera la decadencia de las grandes salas de proyección, cercadas por las plataformas de «streaming», aunque la industria resiste. Hablamos con cinéfilos, productores y propietarios de cines sobre el inquietante presente y el incierto futuro

El amplio vestíbulo que da acceso a las salas muestra un aspecto insólito para tratarse de un sábado en una capital que no puede escapar de sí misma. El bullicioso trasiego de gente haciendo cola para comprar palomitas y refrescos o caminar por los pasillos para ver los afiches promocionales de los próximos estrenos es una imagen del pasado. No hay celebraciones de cumpleaños infantiles en la zona habilitada para ello y han desaparecido los expositores de revistas gratuitas donde se reseñan las películas. Desde un ventanal se ve la pista, un lugar fantasmal sin patinadores, con las luces apagadas, en silencio. Mirar antaño ese ambiente festivo, entre las filigranas de unos y las culadas de otros, era un buen recurso para entretener la espera hasta que empezase la sesión

Nostalgia del cine: ¿El fin de una era?

Los cines resisten en ese edificio a la espera de tiempos mejores, manteniendo en cartel Tenet, la última virguería de Christopher Nolan, además de Padre no hay más que uno 2, un fenómeno digno de estudio, el documental Dehesa y la última de Woody Allen, entre otros reclamos. No hay rastro de los grandes blockbusters de Hollywood que habrían colonizado la cartelera este otoño. Desde que en junio se reabrieron las salas hay un público nostálgico que no se resigna -o que no se conforma- con la alternativa de las plataformas de streaming y ha aprovechado ciertas «ventanas de buen tiempo». Los espectadores ingresan sin apelotonamiento y se desperdigan en un recinto semivacío. Algunos limpian las butacas con un pañuelo empapado de gel hidroalcohólico, otros mascullan enojados que «no es seguro que la gente se quite la mascarilla para comer palomitas», pero cuando la pantalla se ilumina se produce un hechizo que barre las preocupaciones. Alguien dijo una vez que lo bueno del cine es que durante dos horas los problemas son de otros. 

La facturación del mercado español ha caído un 68 por 100 en el periodo enero-septiembre de 2020. Un dato preocupante y parecido al de otros países europeos (salvo Francia, que registra un descenso del 60 por 100). En España contamos con unas 3.500 pantallas, de las que el 85 por 100 permanecen abiertas en la actualidad. «Lo que más cuesta es la primera vez», señala Borja de Benito, portavoz de la Federación de Cines de España (FECE). «Después de que rompe esa barrera, el público se siente seguro, como confiesa en las encuestas que hemos realizado».

Ir al cine era casi una experiencia religiosa. El ritual empezó a perderse antes del covid-19

Pero falta contenido. Tres grandes apuestas que iban a abarrotar las salas en este tramo del camino (los remakes de West Side Story, de Steven Spielberg, y de Dune, de Denis Villeneuve, y la última entrega de James Bond, Sin tiempo para morir) retrasan sus estrenos a 2021. «Da la impresión de que se va a acabar el mundo», añade con cierta amargura De Benito, que valora en cambio el riesgo asumido por la exitosa película de Santiago Segura (más de dos millones de espectadores) o por documentales como Eso que tú me das, el testamento vital de Pau Donés. A la espera de nuevo material, se ha apostado por maratones, reestrenos de clásicos (como Con la muerte en los talones) o ciclos (como el de Tarantino en los citados mk2). «Todo lo que pueda movilizar al espectador es positivo. Tenemos total confianza en una recuperación el próximo año», concluye.

María Luisa Gutiérrez acaba de ser nombrada presidenta de la Asociación Estatal de Cineastas (AEC), la principal agrupación de productores de cine de España (con 38 empresas). Desde Bowfinger Internacional Pictures y Amiguetes Entreprises ha producido la película más taquillera en España (y sexta en Europa) de esta convulsa temporada, Padre no hay más que uno 2, que se estrenó en julio y suma casi 13 millones de recaudación. «Lo hicimos por obligación ética, por solidaridad con unos cines que no tenían producto que ofrecer. Rompimos el miedo del público a meterse en una sala», confiesa.

«Deporte de riesgo»

«La salud es prioritaria, desde luego, pero la cultura debería ser un bien esencial: se ha convertido en la tabla de salvación para mucha gente durante la pandemia», continúa. «Los productores practicamos un deporte de riesgo: tenemos que convivir con la covid-19 y continuar con unos rodajes donde los actores van sin mascarilla. A pesar de implementar todos los protocolos de seguridad dentro del plató, la gente tiene una vida, una familia, socializa, y nadie está a salvo de enfermar por muy responsable que sea. Si retrasas el trabajo por un contagio es muy probable que haya actores con otros compromisos, y se desbarata el puzle. No tenemos un seguro que nos cubra esta incidencia. Esa es una ayuda que solicitamos a la administración».

En su libro Dos para la tres, publicado a principios de la década de 1990, el crítico de cine Oti Rodríguez Marchante habla del placer (o capricho, o aventura, o compromiso) de ir a una taquilla de cine y sumergirse después en la oscuridad de una sala con otra persona, curiosa paradoja, un acto íntimo de dos en compañía de desconocidos. Casi una experiencia religiosa donde se te aceleraba el corazón y para la que se construyeron unos maravillosos palacios de mármol con firma arquitectónica, lujosa decoración y pantallas gigantescas (llamados así, tal cual, como los históricos Palacio de la Música o Palacio de la Prensa en la Gran Vía madrileña). Como le gusta recordar a José Luis Garci: «La gente acudía y se creía lo que salía del proyector. Profesaba una fe». Una credulidad que provocaba milagros como el que experimenta Cecilia (Mia Farrow) en la maravillosa La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen.

La televisión y, en última instancia, los dispositivos móviles acabaron con aquella edad de oro. Para los puristas, la experiencia de ir a un centro comercial y hacer un combo compras+comida+película es apenas un remedo de aquel mundo perdido, pues hemos pasado de un acontecimiento especial a una cierta estabulación. Rodríguez Marchante se lo toma con humor: «Me podía haber ahorrado aquel libro. La pérdida del ritual ya venía de lejos; la pandemia lo ha acelerado. Ahora el cine se consume en casa, y más bien en soledad, porque es difícil compaginar horarios con tus convivientes y son habituales los casos de ‘‘infidelidad’’ (cuando uno se adelanta a otro en el visionado de una serie o de una película)».

Este crítico y cinéfilo tiene claro el cambio de ciclo. Antes el cine se hacía con los grandes majors, Fox, Warner, Paramount, MGM, Columbia… Hoy las plataformas como Netflix, Amazon o HBO empiezan a tener no solo el streaming en sus manos, sino también las salas. «Son los grandes estudios del siglo XXI. Hace un par de años en Cannes se miró con reticencia Roma, la película de Alfonso Cuarón producida por Netflix que provocó tantos ríos de tinta. Hoy los festivales se han rendido a la evidencia. ¿Siento melancolía? Solo a ratos. Creo que las salas de cine no desaparecerán, pero quedarán como un artículo de lujo, un placer como el de leer el periódico de papel mientras te tomas un café. Hace unos días estaba cómodamente sentado en el sofá de mi casa viendo en un televisor de gran formato la última de Aaron Sorkin (El juicio de los 7 de Chicago) y pensaba, vale, Sorkin es un talento, pero me cuenta las cosas de manera distinta a como lo haría si su película hubiera tenido la gran pantalla como destino principal. Cuando Fritz Lang quería expresarse tenía en cuenta las condiciones de su época. Los realizadores no pueden permitirse bajones ni ejercicios de reflexión -de hecho, creo que Roma es sorprendente en el cine y aburrida en la tele-, porque los espectadores se van al canal de al lado. Es tan fácil empezar a ver una serie como dejar de verla. A golpe de mando tenemos una oferta como nunca hemos disfrutado en la vida».

Hay, sin embargo, quien contempla esa migración como una oportunidad para las salas cuando la crisis sanitaria termine. «Un efecto positivo del confinamiento es que nos hemos vuelto más cinéfilos», apunta Adolfo Blanco, consejero delegado y fundador de la productora y distribuidora A Contracorriente Films, que también es propietaria de los cines Verdi y Conde Duque. «Prefiero que la gente consuma cine en las plataformas a que vea fútbol, es la mejor forma de crear cantera entre los jóvenes. Las salas han sufrido un accidente, se han partido una pierna, pero después de quitarse la escayola tienen que volver a caminar». 

En la caída de fichas de dominó, Blanco señala al gobernador de Nueva York. «Nos tiene en jaque. Mientras no se reabran las salas de la Gran Manzana habrá escasez de películas comerciales. Entretanto, ha permitido la apertura de bares y gimnasios. En Cataluña los cines se cerraron en verano, una medida arbitraria que terminó tumbando la justicia. En el Reino Unido, en cambio, el gobierno elaboró una lista de veinte entornos problemáticos y estos establecimientos no estaban incluidos».

Hay quien ve el vaso medio lleno: «Con el confinamiento, todos nos hemos vuelto más cinéfilos»

Cineworld, una de las cadenas de cine más potentes del mundo (37.482 empleados en 787 emplazamientos en Estados Unidos y Europa), anunció a principios de este mes la clausura de sus salas. Había sufrido una pérdida de 1.640 millones de dólares en el primer semestre del año y sus acciones habían caído un 82 por 100. La puntilla fue el retraso del estreno de la última película de James Bond a abril de 2021. «El cierre de cines será inevitable también en España -reconoce Blanco-, pero los que sobrevivan quedarán en situación fortalecida».

Mirada al futuro

Aunque probablemente tendrá que reinventarse, esta parte esencial de la industria del entretenimiento no parece que tenga cerradas las puertas del futuro 125 años después de la primera proyección con público de la Historia, Salida de los obreros de la fábrica, de los hermanos Lumière. Fue en Lyon el 22 de marzo de 1895.



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