La historia de sus abuelos para contar la vida
El historiador francés Ivan Jablonka recurre a memoria y archivos para demostrar que el odio deshumaniza una civilización y rescatar del anonimato a sus familiares, víctimas del Holocausto
Empecemos con una confesión: mi agradecimiento a Ivan Jablonka es ilimitado. Si la mejor literatura tiene la virtualidad de transformar la conciencia del lector, después de pasar por Laëtitia o el fin de los hombres yo fui otro. La posición honesta desde la que el autor relataba la tragedia de esa chica asesinada en 2011, la precisión con la que mostraba el fracaso del Estado del bienestar francés a la hora de proteger a una joven que quiso una vida corriente, aunque era hija de la derrota familiar y material, me obligaron a intentar comprender las leyes del destino individual y la posibilidad tan real y tan insoportable de que la sociedad y la política fracasaran en su intento por modificarlas. La literatura que narra la realidad ya no podía salvarla, porque el crimen es siempre un punto sin retorno, pero a partir de su final esta literatura podía actuar como la mejor herramienta de la disciplina histórica para, al menos, transmitir una lección moral sobre nuestro tiempo. Llamémosle reparación.
Esta literatura actúa como la mejor herramienta de la disciplina histórica para, si no salvar a las víctimas, al menos transmitir una lección moral sobre nuestro tiempo. Llamémosle reparación.
Si se compara con Laëtitia, en apariencia es un libro menor. Reconstruye los viajes que, cuando era un chaval, a lo largo de la década de los ochenta, hacía por el sur de Europa con sus padres en una autocaravana. Pero a partir de esa costumbre familiar, propia de una gente más bien acomodada, pura clase media, lo que se descubría trascendía su caso particular. La historización de ese veraneo itinerante, página tras página, servía para mostrar la consolidación de la Europa de posguerra. Aunque un boomer como yo nunca haya viajado en autocaravana, el libro conseguía interpelar porque sin explicitarlo hablaba de la cadena generacional de la que formamos parte. Y viaje tras viaje, con el padre al volante partiendo de París y conduciendo la casa sobre ruedas Volkswagen de Turquía a Portugal, quedaba claro que él no podía arraigar en ninguna parte, pero gracias a gente como él nosotros sí podíamos sentirnos ciudadanos del continente. La clave era, en último término, que la cadena del padre estaba rota. De niño perdido a adulto próspero, nunca podría dejar de ser hijo del vacío absoluto: un hijo del Holocausto.
Era una historia que ya había contado, pero yo no había leído. En 2007 Jablonka implicó por primera vez a su padre en la investigación de ese vacío familiar: buscaba documentación por medio mundo para escribir la biografía de los abuelos polacos del autor, judíos y comunistas, muertos en un campo de exterminio después de haber sido deportados desde Francia. El padre apenas podía tener recuerdos de los abuelos, apenas instantáneas de gritos y viajes reelaboradas mucho después en terapia psicoanalítica. Eso y nada más. Porque él y su hermana pudieron salvarse cuando tenían tres o cuatro años gracias a una red de amistad del barrio que los acogió desde la misma madrugada que la policía francesa detuvo a los padres. En ese barrio estaba la guardería de los hijos de Jablonka mientras estaba escribiendo el libro. Allí se fundían la vida individual y la de una sociedad con la historia.
Cuando en 2012 se publicó la primera edición de Historia de los abuelos que no tuve, se convirtió en uno de los principales éxitos comerciales logrados por un libro de historia en Francia. Constato ahora que fue allí donde inventó una forma literaria que, como acaba de razonar Enzo Traverso en Passats singulars, caracteriza un género fundamental de la cultura europea de la última década. Lo formuló Jablonka en las páginas finales: “Resulta estéril contrastar cientificidad y compromiso, hechos exteriores y pasión de aquel que los anota, historia y arte de contar, ya que la emoción no proviene del pathos ni de la acumulación de superlativos: brota de nuestra tensión hacia la verdad. Es la piedra de toque de una literatura que satisface las exigencias del método”. Esa tensión hacia la verdad a través del método es lo que da a sus libros esta potencialidad transformadora.
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No es que el caso de los abuelos Matès e Idesa sea único. “Cuando estaban vivos, ya eran invisibles; y la historia los ha pulverizado”. Como ellos, miles y miles. Lo excepcional es cómo su nieto, imponiéndose las leyes de las ciencias sociales para trabajar con el conocimiento, los rescata del polvo anónimo.