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Cuando la pintura es alta costura

Una exposición en la Tate Britain de Londres indaga en el interés de John Singer Sargent por el atuendo de sus modelos y expone 50 cuadros junto a los vestidos que los inspiraron

Madame X (1883-84) y, a la derecha, un estudio previo de la obra de John Singer Sargent, en la Tate Britain de Londres.Cuando la pintura es alta costura

intó a aristócratas, industriales, escritores, políticos y hasta sufragistas, igual que Velázquez o Van Dyck retrataron a la realeza de su tiempo. O tal vez se parezca más a Frans Hals, el flamenco que se distanció de los monarcas para retratar a una burguesía erigida en nueva clase dominante durante el Barroco. En la obra de John Singer Sargent (Florencia, 1856-Londres, 1925), el más europeo de los pintores estadounidenses, se observa un retrato colectivo del París y el Londres de entresiglos, las dos ciudades donde se convirtió en uno de los pintores más influyentes de su tiempo, en el que abundaron los personajes exuberantes, los nuevos ricos, los arribistas sin escrúpulos y las damas obligadas a cambiar de atuendo cuatro veces al día para señalar su superioridad social.

A Sargent lo distinguía su gusto por la moda, en la que veía el signo distintivo que le permitía entender las vicisitudes de cada individuo. Así lo demuestra una nueva exposición, Sargent and Fashion, uno de los platos fuertes de la primavera cultural en Londres, que se puede visitar en la Tate Britain hasta el 7 de julio. La muestra, que exhibe una cincuentena de óleos del pintor junto a algunos de los vestidos reales que los inspiraron, refleja la atención extraordinaria que prestó al vestuario que lucían sus modelos. Entre ellas estaban las clientas de la alta costura que entonces florecía en la capital francesa. Firmas como Doucet, Paquin o, sobre todo, Worth, que llegó a emplear a 1.200 trabajadores en 1870, abastecían de conjuntos de seda y terciopelo a compradoras jóvenes, en muchos casos estadounidenses que buscaban marido en Europa. Esos vestidos eran “su armadura social”, como escribiría luego Edith Wharton, tal vez la mejor cronista de ese estrato social.

En la elección de esos vestidos entraba en juego su reflejo pictórico: al comprar cada modelo, esas mujeres se preguntaban cuál sería su reflejo en el lienzo, igual que los estilistas de hoy se inquietan por la fotogenia de los vestidos que escogen para sus clientas. El óleo fue la alfombra roja de la Belle Époque. Reputado por su trazo impresionista y por su atención al atuendo, Sargent fue uno de los retratistas más solicitados de su tiempo. Sus cuadros circulaban por toda la sociedad y daban fe del nuevo poder adquirido por sus protagonistas, como los perfiles de los emperadores romanos en las monedas de la antigüedad.

“Solo pinto lo que veo”, decía Sargent. Por descontado, mentía. El artista, que cobraba 1.000 guineas por retrato (unos 100.000 euros de hoy), era conocido por ignorar las preferencias de sus modelos, por mucho que le pagaran. No solo ejercía de pintor, sino también de director artístico: escogía los vestidos y accesorios, a veces contra la opinión de sus clientas, imponía el decorado más adecuado y modelaba la tela sobre sus cuerpos como lo haría un modista. Lady Sassoon (1907) es un retrato de Aline de Rothschild, heredera de la dinastía de banqueros, vestida con una capa negra de tafetán forrada de satén rosa, una prenda llena de pliegues y ondulaciones que parece lucir mejor en el cuadro que en la sala del museo, donde parece mal iluminado y desprovisto de magia. Ellen Terry como Lady Macbeth (1889) es otro ejemplo del poder de transformación de Sargent: un retrato de la famosa actriz con una túnica enjoyada, en tonos verdes y granates, más espectacular en el lienzo que en la realidad, siempre un poco más prosaica.

Cada retrato es una pequeña representación, una función sobre la identidad de su protagonista, que Sargent pone en escena con una relativa sencillez, con una elegante economía de recursos. El mejor ejemplo podría ser Madame X, una de sus obras más famosas, prestada por el Metropolitan de Nueva York. Es el altivo retrato de perfil de Virginie Gautreau, nacida en Nueva Orleans y residente en París, que suscitó un escándalo inmenso cuando fue presentado en el Salón de 1884. Su ceñido corpiño negro se sujeta con dos tirantes llenos de piedras preciosas. En la versión original, el de la derecha caía de su hombro, lo que despertó una polémica que obligó a Sargent a exiliarse en Londres y a volver a pintar el cuadro con los dos tirantes en su sitio. En 1916, lo donó al Metropolitan con un mensaje para su director: “Supongo que es lo mejor que he hecho”.

En realidad, esa mujer de piel blanquecina —producto del maquillaje, como evidencia Sargent con toda su maldad al contrastarla con una oreja al rojo vivo— descendía de esclavistas propietarios de una gran plantación, información que elude una muestra que, a ratos, se queda en un espectáculo suntuoso pero superficial y tramposo. Algunos de los vestidos y accesorios son de época, pero no todos: descubrimos un sombrero de copa de 1900 o un cuello de encaje francés, desprovistos del aura sobre la que teorizó Walter Benjamin, no coinciden con los que lucen sus modelos. Cuando una pieza textil no corresponde con la del cuadro, el espectáculo se viene abajo.