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De la decadencia del monumento público

El arte público ha caído en desgracia, convertido en un símbolo de gusto mediocre y en emblema del poder político que lo encarga o promueve

Plaza de la Solidaridad, Málaga, 23 de octubre de 2020. A las puertas de un concurrido centro comercial, el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno, y el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, protagonizan la ceremonia de inauguración de un monumento. El pomposo aparato —despliegue policial, fotógrafos de prensa, megafonía, atriles y peanas, banderas con moharra y regatón— apunta a la excepcionalidad del acontecimiento. Sin embargo, se trata de un ritual que se podría tildar de habitual. De la Torre es alcalde de la ciudad desde hace 20 años. Son cerca de 80 las esculturas públicas inau­guradas durante este tiempo. Las no monumentales —esto es, no dedicadas a conmemorar algún hecho o persona— apenas alcanzan la decena.

‘El árbol de la vida’, monumento en memoria a los sanitarios durante la pandemia de covid-19, en el distrito madrileño de Chamberí.Víctor SainzDe la decadencia del monumento público

Obedeciendo a un esquema similar, un persistente goteo amenaza con una verdadera riada monumental. No se trata de la celebración del arte por el arte. El espacio público no es un museo al aire libre donde se coleccionan obras de arte en razón de sus cualidades estéticas. El paisaje urbano forma parte del archivo que preserva o excluye a determinados personajes o sucesos con el fin de servir de referencia en el proceso de construcción de la memoria y la identidad colectiva. En este sentido, un monumento es también siempre un automonumento a mayor gloria de quien en su día lo promueve o sufraga, de quien lo inau­gura y de quien lo firma: elogio de la virtud como branded content. Y si de lo que se trata —como ha dado a entender la abrumadora concentración de personalidades en la reciente inauguración del llamado Árbol de la vida, de Jaume Plensa— es de salir en la foto de ese preciso momento, lo mismo nos podríamos limitar a eso, a la foto, y ahorrarle al vecindario la condena a convivir a diario con tanto desgraciado chirimbolo.

La concepción romántica reprueba como humillante la tarea de dar forma a ideas ajenas por encargo

El paradigma moderno —centrado en lo que está por venir, en la constante promesa de un progreso infinito—, en su falta de apego al pasado, habría arrinconado el monumento como un enojoso y rancio anacronismo. Aun así, ningún poder va a hacerle ascos a la función que cumple cuando traza una invisible línea de autoridad y prestigio que pone una idealizada imagen del pasado, abreviada a través de héroes y de hazañas, al servicio de la legitimación del orden del presente.

Que los artistas, en su mayoría, volvieran hace ya tiempo la espalda al monumento contribuyó a su decadencia formal. La persistente concepción romántica de la práctica artística como expresión insobornablemente subjetiva, todavía hegemónica hoy, reprueba como humillante la tarea de dar forma a ideas o sentimientos ajenos por encargo. Por dinero. De ahí quizá la insistente coletilla que con frecuencia avisa en estos casos de que el artista ha renunciado a sus honorarios (algo poco imaginable en cualquier otro ámbito), un gesto que solo alimenta la extendida noción del arte como no-trabajo, de la visibilización como única recompensa que el artista persigue y amerita. O, incluso peor, la condena a la remuneración en negro, escondida en la vergonzante letra pequeña de que solo hay que pagar los costes de la producción.

Monumentos autoritarios

El monumento, por definición, no es democrático. Género favorito de dictaduras, florece también en situaciones de insólita unanimidad social, como una guerra contra un enemigo exterior u otro chivo expiatorio susceptible de procurar cohesión a la comunidad. Lo contrario de lo que caracteriza a una sociedad plural y diversa. El monumento es particularmente autoritario: se impone en un espacio preeminente, habla de arriba hacia abajo, su mensaje pretende ser unívoco y lo erige la autoridad, o precisa, en todo caso, de su autorización. Y aspira a ser perpetuo, para siempre. De ahí su gusto por materiales que puedan soportar los embates del tiempo. No solo la intemperie, sino también los cambios de índole política y social. No hace falta la caída de un régimen ni una derrota bélica para que los monumentos que representaban el orden extinto sean con él derrocados.

Los derribos recientes de estatuas coloniales son señales de la necesidad de reescribir la historia

La propia evolución de las mentalidades acarrea también transformaciones que aspiran por fuerza a proyectarse en el espacio público. Los derribos recientes de estatuas vinculadas al colonialismo, al racismo y a la esclavitud, impulsados por el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos y muy extendidos en distintos puntos de Latinoamérica, son broncas y manifiestas señales de esos cambios, y de la necesidad de reescribir una historia que, desde lo alto de su autocomplacencia, ha pretendido ignorar sus demasiados puntos ciegos, sus silencios, las atrocidades sobre las que se asienta.

“La revuelta es el lenguaje de los no escuchados”, dejó dicho Martin Luther King. De los ignorados, de los sin voz. Un monumento es un símbolo del orden imperante, y su derribo, un síntoma. No del todo inequívoco. Cuando sucede una revolución se derrocan monumentos, pero derribarlos no necesariamente produce una revolución.

En este sentido, la retirada el pasado 2018 en Barcelona de la estatua de Antonio López y López, primer marqués de Comillas y destacado traficante de esclavos, habría brindado una ocasión idónea para explorar otras formas de hacer hablar al monumento acerca de aquello que su misma presencia silencia y disimula. Lamentablemente, se dejó pasar una preciosa oportunidad para experimentar procesos más complejos, más largos en el tiempo, más participativos; quizá menos impactantes, menos enmarcados en la photo opportunity, pero a la larga más didácticos, capaces de provocar turbulencias que desafíen y desborden el marco y las mecánicas de la lógica patriarcal del monumento, el binomio erigir/derrocar en el que parecemos atrapados.



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