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Italo Calvino, el escritor que achicó el infierno

La celebración del centenario del autor revela la enorme estatura literaria e intelectual de un hombre que siempre supo decir no ante las grandes líneas rojas

El escritor Italo Calvino, fotografiado en Roma en 1984.Italo Calvino, el escritor que achicó el infierno

En el inicio de El barón rampante, una de sus obras más célebres, Italo Calvino narra cómo el joven Cosimo Piovasco di Rondò, sentado a la mesa familiar para el almuerzo, pronunció un "no" extraordinario, en uno de los más fantásticos gestos de rechazo del estado de las cosas que puedan hallarse en la literatura mundial.

Apremiado por sus padres a comerse unos caracoles con un claro sabor a ancien régime y opresión patriarcal, el futuro barón, que entonces tenía 12 años, replicó: "¡He dicho que no quiero y no quiero!". Ante la insistencia paterna, Cosimo dejó más nítida incluso su discrepancia y decidió montarse en una encina de la villa familiar.

"¡Ya verás cuando bajes!", le advirtió el padre. "¡Y yo no bajaré nunca!", replicó el chaval. Mantuvo la palabra, se nos advierte enseguida.

Tal vez sean algunos grandes noes —los que se pronuncian y también los que se quedan en la garganta— los faros que mejor definan la geografía de nuestras vidas, el perfil de nuestras almas.

Desde luego así fue para Cosimo, y hay motivos para pensar que para Italo también. Como su personaje, el autor, de cuyo nacimiento se cumple en estos días el centenario, también pronunció grandes noes y exhibió una indomable, perseverante independencia.

  • De esos noes brota la estatura literaria e intelectual por la que hoy sigue siendo esencial leer a Calvino. Y por la que fue una referencia cultural central de la Italia democrática y republicana que se iba plasmando, como autor, o como discípulo, amigo, editor o colaborador de figuras del calibre de Cesare Pavese, Elio Vittorini, Natalia Ginzburg, Carlo Levi, Leonardo Sciascia, Beppe Fenoglio, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia y muchos más, sobre todo en su etapa de Turín, ciudad clave en la construcción y el pensamiento de la Italia moderna.

Primero vino el no al fascismo, que lo llevó a empuñar las armas en una brigada partisana comunista y del que brotó su primera novela, El sendero de los nidos de araña ("la Resistencia me trajo al mundo, incluso como autor", consideraría años después). Luego resonó el no al comunismo filosoviético, que lo indujo a abandonar el Partido Comunista Italiano en 1957, con un grave enfrentamiento político, del que El barón rampante, publicado el mismo año, es reflejo.

El escritor no quiso tragarse los caracoles de la tibieza del PCI ante la invasión de Hungría de 1956 y, en una carta de adiós publicada en L´Unità, lamentó la falta de condena de inaceptables "métodos de ejercicios del poder". Palmiro Togliatti le lanzaría, sin citarlo explícitamente, una brutal pulla en un comité central posterior.

El camino literario de Calvino también puede verse construido a partir de grandes noes. Sobre todo, un rechazo a permanecer en territorios conocidos, a conformarse con lo que hay, con un impulso inquebrantable a explorar nuevos paisajes narrativos.

Quizá no sea un caso que calificara a Ulises como su personaje mitológico favorito. Bajo ese impulso emprendió un viaje narrativo de una originalidad y diversidad interna asombrosas, visitando las costas del neorrealismo (El sendero de los nidos de araña), de la narrativa "lírico-épico-bufonesca" (la trilogía Nuestros antepasados, de la que El barón rampante es parte), de la "narrativa reflexiva, en la que relato y ensayo se funden en uno" (La especulación inmobiliaria, La jornada de un escrutador, La nube de smog), de los "petits poèmes en prose" (Las ciudades invisibles), de la metanarrativa (Si una noche de invierno un viajero) y otras más. Los entrecomillados son suyos.

Como Cosimo, Calvino burló en cierto sentido la ley de la gravedad. Fue un escritor inatrapable que, parafraseando dos de sus metáforas más conocidas, supo, desde una poética levedad, degollar monstruosas medusas (Seis propuestas para el próximo milenio) y achicar el infierno gracias a la atención y al aprendizaje continuos (Las ciudades invisibles).

DISCONFORMIDAD

El célebre final de Las ciudades invisibles cristaliza esa disconformidad, ese no tragar, esa disposición a construir algo nuevo y mejor. Es una ventana abierta que permite ver la importancia y vigencia de Calvino tanto en el plano puramente literario como en el de la construcción sociopolítica a partir de la cultura. El fragmento más citado es el siguiente:

"El infierno de los vivos no es algo que será; si hay uno, es aquel que ya está aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio".

Calvino precisamente buscó mucho y supo reconocer bien quién y qué no es infierno. Decisión clave en ese sentido fue la de establecerse, terminada la II Guerra Mundial, en Turín, atraído por una "imagen moral y civil, y no literaria", según contaría después, de la ciudad.

Capital del reino que unificó Italia, fuerte centro de pensamiento jurídico, político y filosófico en el que estudiaron o enseñaron, en distintas épocas, Gramsci, Togliatti, Bobbio o Vattimo, e incubadora de un especial experimento de interacción entre la alta cultura y las masas obreras que orbitaban alrededor de la Fiat, la urbe dio alas al crecimiento intelectual y civil del autor.

Turín ha sido una poderosa incubadora de ideas para la Italia moderna. Papel destacado, en ese contexto, ha tenido la editorial Einaudi, fundada en los años treinta por Giulio, hijo de Luigi Einaudi —que sería el segundo presidente de la República—, y que contó entre los grandes impulsores con Leone Ginzburg —esposo de Natalia— y Cesare Pavese.

Precisamente, el establecimiento de una estrechísima relación con Pavese —­Calvino contaría después que entre 1945 y 1950, año del suicidio del gran autor piamontés, este era el primero en leer todos sus escritos, que Italo le llevaba corriendo— le permitió la entrada en la órbita de Einaudi.

Esto facilitó su crecimiento como autor, pero también como fuerza motriz cultural. En Einaudi asumió papeles más relevantes como editor, estableciendo relaciones de fértil intercambio con lo mejor de la cultura italiana, tal y como muestra su correspondencia.

En ese papel de editor, también, supo reconocer quién y qué no es infierno y darle espacio, y por ese camino —a la vez que con su obra narrativa, ensayística y sus contribuciones periodísticas— contribuyó mucho al asentamiento de la nueva Italia.

Lo hizo especialmente en esa etapa turinesa, definida como militante, en todos los sentidos, con el activismo literario al lado de Vittorini, con quien publicaría la importante revista Il Menabò, y con una fuerte propensión a pronunciarse en cuestiones políticas. Pero también en su etapa "ermitaña", durante la prolongada residencia en París, siguió siendo una fuerza motriz, sin duda menos reactiva y explícita, pero conectada e influyente al cabo. Estaba lejos, ma non troppo.

"En los setenta he sido sobre todo un ermitaño. A un lado, pero no muy lejos.

En los cuadros de san Jerónimo o de san Antonio la ciudad está al fondo", comentó. Seguiría influyendo e interactuando, como Cosimo, quien, encaramado en los árboles, no solo se cultivó y conoció el amor, sino que contribuyó a la vida colectiva, seguiría dando espacio a lo que no es infierno.



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