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A la esposa de Custer no le gustaban los indios

Libbie vivió en las llanuras con su marido, quien ordenó matarla si los pieles rojas la intentaban atrapar

A Libbie Custer, la mujer del famoso general George Armstrong Custer, le daban mal rollo los pieles rojas. Incluso ya antes de que los sioux, cheyennes y arapajos mataran en Little Bighorn a su marido y a buena parte del Séptimo de Caballería que comandaba. En sus memorias, en las que relata su vida en Kansas y Dakota junto al célebre y controvertido militar héroe de la Guerra Civil y acreditado luchador contra los indios, narra la aprensión que le producía visitar sus poblados -como el del jefe Perro Loco (!), donde Custer la hizo participar, ellos dos solos, en un consejo de jefes en el que no estaban permitidas las mujeres-, o incluso el mero hecho de estar en presencia de un grupo de prisioneros, incluidos squaws y niños, encerrados en un corral en Fort Hays por el general tras la batalla del Washita: Libbie describe el miedo y la repugnancia que le producen, cree que esconden cuchillos para matarla, su “peculiar olor a indios” la repele y la obliga a ponerse un pañuelo ante la nariz y las pobres ancianas le parecen “encorvadas y repulsivas viejas brujas”.

Libbie Custer y su esposo, el general George Armstrong Custer, en una imagen sin datar.A la esposa de Custer no le gustaban los indios

Lo cuenta ella misma en Boots and saddles (1885), el primer tomo de sus memorias (tengo una maravillosa primera edición regalo de Javier Marías en la que parece que oigas galopar los mustangs, silbar las flechas y sonar Garry Owen) y dice que el pensamiento del “doble peligro” siempre estaba en su cabeza cuando había una amenaza.

Ese era, por otro lado el procedimiento estándar de los militares –y de Buffalo Bill- para evitar que las respetables mujeres blancas (sobre todo las suyas) sufrieran outrage, un destino “mil veces peor que la muerte”: que las violaran los guerreros indios y las guardaran cautivas para su recreo. Motivo por el cual los blancos las rechazaban, pues luego de ser ultrajadas por los indios (quienes presumían de estar muy bien dotados) quedaban inservibles.

Estamos en territorios, claro, de Centauros del desierto. Es comprensible, pues, que a Libbie se le acelerara el pulso y tuviera ataques de ansiedad cada vez que aparecía un indio en lontananza y observaba cómo el general o cualquier subordinado que le daba escolta echaba mano a la cartuchera. Para ser justos, hay que decir que los soldados veteranos siempre se guardaban una última bala para sí mismos cuando combatían contra los pieles rojas, a los que despertaba lo peor de su tortuosa imaginación coger a un Cuchillo Largo vivo (nadie lo ha recreado mejor que Robert Aldrich en La venganza de Ulzana).

Chica sensible y alma impresionable que se calificaba a sí misma de muy cobarde, Libbie, que perdió a su madre y a sus hermanos de niña, también tenía crisis de ansiedad cuando había tormentas -cosa frecuente, como los indios, en las Grandes Llanuras-, y se metía indefectiblemente debajo de la cama. Hay que reconocerle el valor de, con esos miedos, seguir la bandera de su esposo y el Séptimo por tierras salvajes y afrontar incomodidades y peligros sin cuento.

Elizabeth Bacon Custer (Monroe, Michigan, 1842-Nueva York, 1933) no es una mujer que caiga precisamente simpática, aunque en su vejez llegó a reconocer públicamente que los indios tenían razón en Little Bighorn. La fragilidad y la belleza de la pizpireta y romántica hija del juez Beacon, la más cortejada de Monroe (Michigan), escondían un carácter fuerte y una voluntad y una ambición extraordinarias. También mal genio, como probó al no gustarle la estatua que le dedicaron a Custer en Monroe.

Fue una importante fuerza motora tras la exuberante personalidad de George Armstrong Custer, al que consagró con increíble entrega sus 12 años de matrimonio (se habían casado en 1864 tras un impetuoso cortejo por parte de él) y los 57 de viudez. Desde que, con 34 años, se enteró de la muerte de su marido en Little Bighorn, Libbie se entregó con cuerpo y alma a la defensa de su legado y a la glorificación de Custer como símbolo icónico del gran héroe caído. 




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