Editoriales > ANÁLISIS

Los valores universales y eternos

Las fuentes inagotables de sabiduría que vienen siendo las culturas de la antigüedad, sobre todo la greco-latina, cuentan cómo los valores universales y eternos fueron descubiertos y enunciados luego de ardorosos afanes, y también cuentan cómo los hombres han pretendido evadirlos para situarse por encima de ellos y dominar a sus semejantes sin antes haberse dominado a sí mismos. El mito del éxito subyuga todo.

Cuenta Suetonio, en su Vida de doce Césares, que Julio César, quizá el hombre más poderoso que haya existido sobre el planeta, se creyó dios sin serlo. Para obtener su inmenso poder tenía un pie entre los nobles y el otro pie entre la plebe. Narra que: “Su retorno a la Ciudad Eterna fue colosal: en un trono elevado, y circundado por sus poderosas legiones, con coraza, espada y corona de laureles, no era menos que un dios en la Tierra. Pero los dioses son inmortales, y César no lo era…”. Porque entre todos los dones, no es dable al ser humano la gracia de la perpetuidad; pero, sí puede tenerla la sociedad que se cobije con el manto de los valores que dan sentido a la existencia. Las culturas antiguas dan fe de ello, lo mismo la fenicia, la egipcia, la griega y la romana, que la nahua, la maya y la inca. Fueron culturas creadoras de ciencia y conocimiento; de arte y de gran belleza; de moral y solidaridad, de cuyas muestras existen testimonios múltiples, grandiosos y, en parte, insuperables. Por ello el Renacimiento marcó, a partir del siglo XV, el retorno a la fuente de las culturas humanistas, para tomar el impulso necesario para otras nuevas y colosales hazañas.

Los valores universales y eternos

Hablar de moral, de arte y de ciencia, es referirse al triángulo luminoso de la cultura, asumida como todo lo que el hombre ha hecho, para obtener de natura sus mejores frutos; es referirse a la quinta esencia de la naturaleza humana, a la chispa divina que Prometeo robó a los dioses para darla al hombre, al fuego renovado de los aztecas, a la esperanza inmarcesible de la inmortalidad; pero, no como personas, sino como especie, a través de los mejores logros en las tres disciplinas.

Tratar estos temas se ha vuelto imperativo en los días que corren cuando una asombrosa muestra de salvajismo es superada por otra aún peor, sin que parezca que la escalada de violencia pueda llegar a su fin.  

No es peregrino, entonces, que quienes buscan volver a las culturas humanistas, entendidas desde la perspectiva de Protágoras, quien decía que: “El hombre es la medida de todas las cosas”, traiga a colación los valores universales y eternos como una alternativa para superar la oscuridad de la noche egocéntrica, en que uno tiene todo a costa del sacrificio de los demás, a los que no es capaz de ceder los beneficios que el derecho, el talento o la decencia garantizan como inviolables.

Es también hablar de justicia social, de alegría y de amor. La vida es el don supremo y, por tanto debe estar llena de logros importantes que empiezan con el dominio de sí mismo para llegar al otro don, también excelso, el de servir a los demás aportando lo mejor que cada uno tenga, no tanto en lo material, sino en las virtudes derivadas de los valores.

Si efectivamente el hombre es la medida de todas las cosas, cada ser humano está en posición de darse a sí mismo el alto nivel de ser superior, de ser creador.

Hablar de los valores universales y eternos es invocar lo mejor que ha logrado el hombre en su larga carrera por la inmortalidad.

Ciencia, arte y moral, los tres grandes campos de la cultura humana, siguen siendo los caminos para llegar a las cúspides de la verdad, la belleza y la bondad, en que el hombre se convierte en sabio, en creador, en santo. Dada la fragilidad de la naturaleza humana, no es dable a todas las personas alcanzar esos niveles de excelencia; pero, sí acercarse mediante el esfuerzo consciente y la aceptación del principio esencial de que la libertad de uno termina donde empieza la de otros.