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Honrar la vida buena

A la memoria de Lilia Márquez, mujer extraordinaria

“Estamos en este mundo sólo una vez”, dice Jostein Gaarder. Nada más cierto. La vida es única e irrepetible. No en balde decía Einstein que hay dos formas de vivir la vida: como si nada fuese un milagro o como si todo fuese un milagro. Y aunque por desgracia mucha gente no toma conciencia del prodigio de vivir y desperdician su tiempo sobre la tierra, también hay personas que construyen su vida como una obra de arte. Lilia Márquez Pulido fue una de ellas.

Nacida en la Ciudad de México en 1927, tiempo convulso de la posrevolución, su vida quedaría definida desde el inicio, por la fuerza de la creatividad. Hija de Julio Castellanos, uno de los pintores más destacados de la época, reconocido por una obra de enorme valor plástico donde plasmó con espíritu refinado y profundo, la vida familiar del pueblo mexicano; Lilia creció rodeada de arte y artistas. Su madre, Bertha Pulido, fue también una talentosa mujer creativa y cercana al teatro, al igual que su padre quien además fue uno de los mejores escenógrafos. Una pareja que transmitió sensibilidad y talento a la pequeña Lilia, quien siempre reafirmó el orgullo de ver a su padre exponer en las mejores salas, nacional e internacionalmente.

Honrar la vida buena

Y Lilia supo aprender de esa infancia y juventud poco comunes; tiempo no exento de tristezas, pero pleno de enseñanzas. Así fue convirtiéndose en una mujer de luz y luces a la que cortejó Homero Pérez, un apuesto abogado, quien pasaba todos los días por su casa con la esperanza de verla. Una conquista difícil, pero que al final terminó en un matrimonio para toda la vida. Y de la mano de Homero la bella Lilia llegó a una pequeña  Ciudad Victoria en los años cincuenta del siglo pasado, para formar una familia y vivir en comunidad.

Al principio no fue fácil, solía decir Lilia, pues ellos eran gente de ciudad grande, acostumbrados a otros ritmos y escenarios. Pero el enorme amor que Lilia le tenía a su esposo, la hizo amar también la ciudad  y ambos fueron forjando una familia dotándole de valores universales. Invitado a trabajar en el gobierno de Treviño Zapata, el licenciado Pérez Álvarez se destacó por años en altos cargos pero también por su honestidad, un político que se daba tiempo para impartir clases de filosofía, abrir una hermosa librería, mientras Lilia introducía por primera vez las clases de yoga, algo que en ese tiempo no se comprendía e incluso se criticaba. Pero ella nunca renunció al espíritu libertario, ni al ejercicio de su creatividad, reflejada en las maravillas que sus manos hacían, lo mismo pintando que bordando, cocinando, escribiendo y cultivando su jardín.

Conocí a la hermosa Lilia Márquez hace mucho tiempo por mi entrañable amistad con su hija Nandy, pero la conocí verdaderamente cuando compartimos en el Club de Lectura Aureolas nuestra gran pasión por los libros. De figura imponente, vestida siempre de blanco, entre lectura y lectura Lilia iba revelándose con una cultura extraordinaria y una vitalidad impresionante. Pero si algo admiré de ella fue su capacidad para construir la vida buena, (como planteó Aristóteles) que no es lo mismo que la “buena vida”. Porque la de Lilia fue una existencia plena, digna, sencilla, armónica, profundamente espiritual y especialmente marcada por la alegría de vivir. Como ejemplo de ello Nandy recuerda que cuando llegaba su padre de noche, su madre los despertaba y bailaban todos juntos para celebrar el momento. 

Hace unos días despedimos a Lilia de su residencia en la tierra y pude reafirmar la esencia de su vida buena. Su nieta Almendra, heredera de su sensibilidad y su conocimiento del yoga lo expresó muy bien: “mi abuela dejó el cuerpo pasando los noventa años y tuvo una de las mejores vidas que yo pude observar”. Es verdad. Nuestra querida Lilia Márquez fue inspiración para su familia, pero es también ejemplo para todos quienes pretendan construir una vida buena. En tiempos de ambiciones desmedidas, cuando las mayorías aspiran a la “buena vida” de tener, consumir  y acumular, Lidia nos enseñó que las mejores cosas de la vida no se compran y generan verdadera felicidad.

Un bello morir honra toda la vida, decía Petrarca. Y así partió Lilia, sin aspavientos ni dolorosas agonías. La bolsa que sus manos tejían se quedó ahí, junto al libro que en la página 284 dejó constancia de unos ojos que nunca se cansaron de aprender. Duele su muerte, pero la tristeza disminuye cuando el ejemplo enriqueció la vida de los que se quedan. Desde aquí mi abrazo solidario para toda su familia en la certeza que vivirá por siempre en las memorias de su corazón. De ustedes quedará la misma huella, la semilla del viento en el agua, en el corazón de los arboles la palabra amor; parafraseo a Jaime Sabines para recordarles querida familia, que una vida buena nunca se acaba. 

Lilia supo construir la vida buena, ahora nos toca a nosotros honrar su ejemplo. 

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