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De muerte y flores

El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor a las flores. Carlos Pellicer

La Biblia es un libro pleno de metáforas, de pasajes con significados profundos a veces difíciles de entender. En el libro de Ezequiel por ejemplo, la Biblia dice que el profeta recibió la inspiración de Dios para dar aliento de vida a los huesos de los muertos: “Ven, oh espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos huesos muertos y vivirán”. Narrativa que parece increíble para muchos, pero puede explicarse bien en el lenguaje de la fe. Una metáfora que también ilustra la misión del historiador, según decía el inolvidable maestro León Portilla, porque al investigar, al integrar los restos del pasado, recreamos la vida de los muertos.

Tal vez por eso me apasiona el poderoso mensaje que los huesos de los difuntos pueden darnos. Esos códigos de vida contenidos en la estructura ósea, aun cuando hayan pasado miles de años de la muerte. Para ejemplo está Naia, la persona más antigua encontrada en nuestro continente, quien cayó en un cenote de Tulum  presuntamente buscando agua hace más de 12 mil años. El esqueleto bien conservado de la joven maya, fue descubierto hace unos años por unos buzos y se considera un gran hallazgo que puede confirmar el cruce de ciertos grupos por el Estrecho de Bering desde Siberia. Además, sus huesos han dado luz sobre las formas de vivir y morir de los primeros pobladores de América.

De muerte y flores

Así de poderoso es el mensaje que unos huesos inertes pueden darnos. Y no lo digo yo. Los científicos afirman que los genes, encerrados en el ADN de nuestras células, pueden seguir activos después de la muerte. Además, el análisis genómico puede arrojar diversos datos fundamentales acerca del fallecido que abonan a nuevas teorías, investigaciones y conclusiones de personas o civilizaciones.  Incluso con los huesos largos como el fémur, se pueden hacer pruebas de paternidad y parentesco con muestras cadavéricas. Porque aun cuando dejemos de respirar hay un sinfín de procesos ecológicos que siguen la cadena de la vida.

Por todos esos procesos, por toda esa poética de los huesos de la que habla el profeta Ezequiel, mucha gente prefiere el panteón al crematorio. Jean Mayer lo enuncia así: “la cremación me recuerda al instrumento de los nazis para borrar las huellas del genocidio…cremar es una manera de negar la muerte y su realidad biológica. No vuelves a la tierra en forma de abono, sino despareces en ceniza”. Yo elegiría ser abono, pero respeto a todos quienes pidan ser ceniza. Lo que parece triste es ver como los tradicionales ritos de la despedida se están acabando, ahora se les despacha rápido, sin el digno adiós que todo cuerpo amado merece. No en vano la sabiduría antigua afirmaba que los ritos fúnebres son necesarios para que el alma del difunto no siga penando y mejor se convierta en una presencia amigable y protectora.

Un adiós digno honra toda una vida, pero cada quien hace con su muerte y con su muerto lo que sienta y crea. Aunque es necesario reflexionar sobre el tema, no sólo por el día de difuntos, sino porque, nos guste o no, es un asunto naturalmente humano, pues nadie saldrá vivo de este mundo. Porque si hay algo que llega sin distinción es la muerte, sea con crematorio o con panteón.  Pero parece ser que los huesos encierran mayores significados. Y mire usted si no ahora que recién exhumaron los restos de Franco, dictador de España, otrora poderoso generalísimo, quien después de 44 años enterrado en el monumental Valle de los Caídos, ha sido separado de las víctimas por no considerar justo seguir teniéndolo en un gran monumento. 

Incómodos  en un país democrático, los restos del dictador se removieron en su tumba sin poder gozar a cabalidad la paz de los sepulcros. Cadáveres sin descanso como tantos otros a través de la historia. Para recordar el cadáver errante de Felipe el hermoso, seguido por una desconsolada reina Juana, loca de amor. Y luego está  Eva Perón con su frágil cuerpo embalsamado  sujeto de largos periplos, mientras que al esqueleto de Porfirio Díaz se le mantiene lejos, en un cementerio francés.

Pero más allá de personajes, rituales y formas, está nuestra memoria, capaz de revivir con el amor a los que se adelantaron en el viaje final. Mientras escribo pienso en la tumba de mi padre, a la que llevo flores frecuentemente con amoroso respeto por esos restos que contienen la memoria de una vida buena. Sepulcro que ha elegido mi madre para descansar en su momento, juntos abonando la tierra tan amada. Polvo serán, más polvo enamorado diría Quevedo. 

Con todo, la muerte es el mejor motivo para amar la vida, para hacer y dejar buenos recuerdos. Todos habremos de morir en la tierra dijo el rey poeta: “dejemos al menos cantos, dejemos al menos flores”. Literal y metafóricamente.