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Plaza de almas

La recuerdo como si fuera mañana. Era de grata presencia; se adivinaba que en su juventud fue hermosa. La circundaba un halo de romántica leyenda. Se decía que de ella se había enamorado el poeta Manuel Múzquiz Blanco, y ella de él. Iban a casarse, pero la prematura muerte del bardo truncó aquella ilusión. En su vida no volvió nunca a haber otro hombre. Fue fiel hasta la tumba a la memoria del amado.

Eso se contaba de la señorita Victoria Garza Villarreal, mi maestra de Dibujo en la escuela secundaria. Provenía de buenas familias, las que formaban la aristocracia de mi ciudad. Porque en Saltillo había aristocracia, si me disculpa usted. La hay en todas partes, hasta en los barrios populares o las rancherías. Mi maestra tenía hermanas. Eran dueñas de una dulcería llamada "La Moderna", especializada en chocolates, entonces lujo grande. La afición de estas hermanas era criar cenzontles -acá se llaman "chicos"-, los cuales pájaros llevaban al zapatero Trigio a fin de que los enseñara a silbar los primeros compases del Himno Nacional o de la Marcha de Zacatecas. La vocación de la señorita Victoria era distinta.

Plaza de almas

A ella le gustaban la poesía y la pintura. Y la enseñanza, claro. Maestra edificante, a más de mostrarnos los secretos de la sombra, la penumbra y la luz -otras tonalidades no hay en este mundo- nos contaba cosas que nos servirían para la vida, como aquélla del niño que un día halló tirada una moneda, y desde entonces no volvió ya a levantar la vista, buscando encontrar otra.

"No fijen ustedes la mirada en el suelo -nos decía-. Pongan los ojos en lo alto. Ahí no encontrarán una moneda, pero podrán ver las estrellas". Gilbert Highet, insigne educador, gran humanista, escribió que el arte de enseñar no consiste en trasmitir conocimientos sino en contagiar entusiasmos. La señorita Victoria nos dio el suyo. En el elogio a sus alumnos tendía a lo hiperbólico. Una mañana nos pidió dibujar un vaso que puso sobre su escritorio. Tomás Aguirre Sanmiguel, compañero mío de banco, lo hizo tan bien que la maestra mostró en alto su dibujo y exclamó con admiración arrebatada: "¡Si la hoja se me cae se quebrará el vaso!".

Con esta idea Borges habría podido imaginar una de sus imágenes. Nuestra profesora no escatimaba a sus alumnos la máxima calificación, el 10. De esa manera nos estimulaba, nos incitaba a ser mejores cada día.

No era como los necios profesores que postulaban que el 10 era para el autor del libro, el 9 para ellos, el 8 para el mejor alumno o alumna y del 7 para abajo, hasta llegar al cero, para todos los demás, entre ellos eternamente yo. La señorita Garza Villarreal daba con generosidad el 10. Sin embargo le imponía gradaciones. Uno era el 10 a secas. Otro 10 más bueno era el 10 subrayado. Todavía mejor era el 10 escrito con lápiz rojo, y superior aún el 10 con lápiz rojo y subrayado. Pero el 10 más 10 de todos, el máximo, el insuperable, era el 10 con lápiz rojo, subrayado y con la firma del director.

Ésa era una presea casi inaccesible, el Premio Nobel de su clase. Pasaron los años -otra cosa no saben hacer- y un día me enteré con tristeza del fallecimiento de mi maestra de Dibujo. Murió ella, pero su recuerdo no, y eso equivale a no haber muerto. Ahora me entero de que el Cabildo de mi ciudad acordó entregar post mortem la Presea Saltillo, que cada año se otorga a quien ha prestado servicios eminentes a la comunidad, a la señorita Victoria Garza Villarreal. Por esa decisión le pongo a ese Cabildo y a su presidente, el joven alcalde Manolo Jiménez Salinas la más alta calificación: 10 subrayado con lápiz rojo y la firma del director. FIN.