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Mi Camela (Cuarón tenía razón: nunca las olvidamos)

Cuando nací, había en casa una muchacha que ayudaba a mi madre en las labores domésticas: Carmela. Estuvo con nosotros algunos años y para mí, era parte de nuestra familia. Nunca supe sus apellidos, porque cuando uno es niño, esas cosas no importan. Lo único que importaba era que “mi Camela” (así le decía porque todavía no podía hablar bien) estaba siempre ahí cuando la necesitaba. Para darme una “U” (un biberón) o para traerme “mi payita” (una cobijita vieja de franela de la que no me despegaba). Mi madre trabajaba mucho en ese entonces y buena parte del tiempo yo estaba bajo el cuidado de Carmela.

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Mi Camela (Cuarón tenía razón: nunca las olvidamos)

LAS “CHIFLADURAS” DEL NENE

Debo confesar que gran parte de mis chifladuras y manías actuales se las debo a ella. Si al nene no le gustaban las verduras, pues Carmela decía que no tenía que comerlas y no me las daba. Así que hasta la fecha no me gustan las verduras. 

Cuando tomo leche con chocolate, este debe estar bien batido, sin grumos, pues Carmela me colaba la leche antes de dármela (se imaginarán lo que sufrí cuando viví en Ciudad Victoria con mi Tía Carmen y me daba leche bronca hervida, con nata).

Después de que tuve un fuerte problema estomacal, Carmela se daba a la tarea de quitarle el pellejito a los frijoles para que no me fueran a caer mal (aclaro: esa chifladura sí se me quitó. No vayan ustedes a pensar que todavía le quito el pellejito a los frijoles; existen límites). 

Me imagino que varias veces se llevó algunas regañadas de mi madre por no hacer bien la limpieza, pues si yo le pedía que se sentara conmigo a ver la televisión, ella me acompañaba a ver las caricaturas en inglés (en ese entonces solo se veían canales americanos) y a “traducirme” (¿inventarme?) lo que decían.

Carmela me adoraba y me seguía la corriente en todo. Cuando vi la película de Peter Pan y decidí que en adelante mi nombre ya no sería Jesús, sino Capitán Garfio, ella así me llamaba (“ándele Capitán Garfio, véngase a comer”). Cuando andaba yo en calzones y botas vaqueras por la casa y le pedía que me llevara con ella a comprar tortillas, me tomaba de la mano y me llevaba así, pues yo no me quería poner otra cosa e iba tan orgullosa como si fuera de la mano de Brad Pitt (bueno, de Robert Redford o algún otro galán de aquella época).

En la noche, que le daban permiso de salir a la banqueta a platicar con Marcos, su novio, frecuentemente me llevaba y ahí estaba yo por un lado haciendo mal tercio (supongo que al novio eso no le caía nada bien, pero se aguantaba; no le quedaba otra). 

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UNA TRISTE DESPEDIDA

Una noche, estando yo dormido, Carmela fue a darme un beso y a despedirse. Se iba a casar con Marcos y se iba a ir de la ciudad. Seguramente lo quiso hacer así porque si lo hacía estando yo despierto, sería más difícil para los dos.

Cuando desperté y pregunté por mi Camela, ya no estaba. Cuando por fin comprendí que ya no la vería más, dice mi madre que pasé varios días llorando: “quiero a mi Camela… quiero a mi Camela…”. Pero Camela nunca regresó. Se había ido para siempre.

Poco a poco la herida cicatrizó, pero dejó una marca y ese niño aprendió que hay personas que están de paso en nuestra vida, pero que el amor que nos dan, nunca se va del todo.

Así que, Carmela, mi Camela, donde quiera que estés, como quiera que te apellides: gracias por tu amor en esos, mis primeros años en este mundo. Fuiste un factor importante para hacerme sentir que el mundo era bello. Imagino que debes de haber sido una madre maravillosa, porque si fuiste capaz de hacer tan feliz a un niño que no era tuyo, ya me imagino cómo habrá sido con aquellos que Dios te dio.

Si algún día nos vemos, permíteme acompañarte de la mano a comprar tortillas. Te prometo no ir en calzones y botas vaqueras. Que Dios te bendiga siempre.

Posdata 1: Dile a Marcos que qué duro fue para cobrarse mis malos tercios, apartándote de mi lado.

Posdata 2: Dice mi esposa que ya ni la haces, que por qué no me obligaste a comer verduras.