La nueva generación de Ayotzinapa
Decenas de muchachos, en pequeños grupos o solos, caminan por los pasillos, salones y rincones tapizados con 43 rostros que se repiten por todas lasparedes de esta hacienda del siglo XIX. Antes de llegar, a varios de ellos les hanadvertido en sus casas: “¡Te van a matar!” o “¡te van a desaparecer!”. Pero la mayoría no tiene otra opción para estudiar. Por eso están aquí.
Tixtla,Guerrero.
–¡Hey, paisa… avance! ¡Por acá acomode elcolchón… y echen en las orillas el DDT! –grita el muchacho de cabello chino,piel morena y cuerpo flaco, al tiempo que toma unas hojas, en las que revisalas listas con los nombres de cada uno de ellos.
Son losnuevos. La sangre fresca de Ayotzinapa. Ciento cuarenta estudiantes deprimer ingreso de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, que este jueves de finde verano por la tarde no tienen clases y deambulan por pasillos, salones,alrededores, con su incertidumbre a cuestas, tal como han hecho desde hacetantos días.
Los estudiantes de la nueva generación toman lasque serán sus camas durante el tiempo que permanecerán aquí. Ya lasacondicionarán después en sus nuevos cubículos, esos espacios que conservancicatrices de la tragedia que mantiene paralizada a su escuela: la desapariciónforzada de 43 jóvenes como ellos.
Corre un aire fresco entre los arcos de lahacienda y huele al té de canela que hierve en el comedor, a tierra mojada delos sembradíos de flores. En los tres salones cercanos, donde deben tomarcursos de actualización los 61 profesores del plantel, el barullo y las risasrivalizan con las órdenes y señalamientos.
Más de la sección
Ahí están Iván, Benjamín, El Tanque Parecenhormigas obreras. Trabajan tanto como los demás pelones porque al entrar a la normal son rapados como si fueran soldadosrasos. El rito iniciático.
Desde que llegaron a hacer el examen deadmisión, en agosto, han pasado la semana de adaptación y prueba. También se haninvolucrado poco a poco en las actividades de Ayotzinapa. Y no han regresado asus casas. La mayoría no tiene dinero para ir a ver a sus papás. Muchos,incluso, han llegado al inicio de septiembre, cuando se abrió una posibilidad excepcionalde matricularse sin todos los requisitos de otros años porque no se completaba elcupo de la academia de primer año.
Están ahí los pelones nuevos y se pliegan obedientes ante la voz de mando deEduardo, el actual secretario general de la Normal Rural, quien sobrevivió lanoche del 26 de septiembre de 2014 cuando sorteó las balas y aguantó el miedoen Iguala.
Hoy sólo ordena. El viento esparce el aroma acanela.
Colchones pulgosos
Enla idea socialista de Marx, ellos, los pelonesnuevos, serían la clase explotada de la Normal de Ayotzinapa. Los alumnos desegundo serían entonces los grandes capitalistas que se aprovechan de sutrabajo, sin remunerarles lo suficiente.
La prueba son unos colchones con moho.
–¡Tienen garrapatas y pulgas los colchones! –diceYun, un normalista que, aun sin subrazo izquierdo, ayuda a moverlos hasta el área de dormitorios.
El joven, de 23 años de edad, frunce el ceño yse ríe a la vez, quizás resignado de que no dejará de respirar insecticidadurante varios días. De perfil a él se ven unos murales: la historia pintada devíctimas que, como ellos, han estado allí matando insectos en otros tiempos.
De inmediato ElTanque, un joven tixtleco cuyo apodo describe su altura y complexión, selleva el dedo índice derecho a la boca y lo coloca en medio de sus labiosapretados:
–¡Shhh! ¡Échale, pues, compa… tírale de esamadre y ya cállate! ¡No te quejes! –regaña, al tiempo que le echa una miradatan fija como si le apuntara con una pistola.
Tose El Tanque.Ambos ríen.
Los colchones son individuales. Azules como elmar pero fangosos como laguna. El aspecto es como de cuadros de plastilina conresortes salidos. Y animalillos asomándose descaradamente. Ninguna princesadormiría allí, eso es seguro, pero quizá un mendigo preferiría también el sueloal peligro inminente de que lo consumieran las chinches.
A El Culeón, un chavo de Mártir de Cuilapan, quien entró a la normal con suhermano gemelo Heidi, parece noimportarle tanto:
–¡Total, ya tenemos cama, dormíamos en cartón! –dice.
Se escuchan risas, indicaciones y conversacionescruzadas. Ya no huele a té de canela, sino a DDT. El insecticida flota en el aire. Un golpe intenso, que desata unacomezón irritante, se apodera de las fosas nasales de los más de 40 normalistasque están en esa área y atraviesa sus gargantas. Se vuelve imposible permanecerallí más de cinco minutos sin toser.
Tona, otro estudiantesobreviviente de aquel septiembre, los ve con ternura:
–¡Para que aprendan a valorar! –les grita.
Sabe que los de primero deben dormir en esoscolchones con más de 10 años de antigüedad
–Cuando pasen a segundo será diferente. Nosotroslo vemos normal, se tiene que sacrificar uno para tener mejores cosas –explica.Hay chinches, sí, pero también comida y cobijo.
Los estudiantes que aún están ahí se apresuran aterminar: pronto será hora de ir a sembrar. A las tres de la tarde sus manosdeben estar en la tierra y no en el tapón del DDT.
Eduardo, quien desde febrero pasado fue electo secretariogeneral del Comité Ricardo Flores Magón, les señala las secciones en quedormirán cada uno de los 140 nuevos estudiantes.
De los cinco sectores, en los identificados comoA, B, C y D se ubicarán los 112 nuevos alumnos de Educación Primaria. El últimosector será para los 26 de Educación Intercultural Bilingüe. Nadie protesta.
Por eso, de la nueva generación Eduardo ya tieneun concepto: ve en sus compañeros de primero esperanza y confía en ellos porqueresistieron, a pesar de todo, la semana de prueba.
Lo admite: es dura y en algunos ejercicios sehacen prácticas de estilo militar.
Hay hermanos de desaparecidos, hijos y hermanosde maestros y egresados de la normal. La mayoría tiene un vínculo, otros vienende comunidades indígenas; de Acatepec (región de la Montaña) son varios, dice.La condición de todos es precaria.
Uno de ellos, Rodrigo, escucha la conversaciónde Eduardo y tercia en el diálogo: él salió de Morelia, Michoacán, y de raid llegó primero a la Ciudad deMéxico, donde durmió una noche en la sección 9 de la Coordinadora Nacional deTrabajadores de la Educación (CNTE); luego pidió aventón en la autopista México-Acapulcohasta llegar a Chilpancingo, y después tomó camino a Tixtla para llegar aAyotzinapa.
Así lo hacemos todos dice, mientras Eduardoapura a los pelones. Tienen queterminar sus actividades del día, pero antes dejar las habitaciones listas. Es sulíder, él les da indicaciones. Si fueran una colmena, él sería la abeja reina.
–¡Siete asesinatos durante el gobierno de ÁngelAguirre! ¡Siete y en la impunidad! –exclama Eduardo sentado en el salóndenominado Casa Activista, un cuarto de cuatro por seis metros donde, cuandohay clases, leen a Marx, a Engels, aprenden del normalismo rural y de suhistoria.
“Yo fui capacitador del Consejo Nacional Para elFomento Educativo en comunidades. Sí hacen falta maestros. Es una mentira de laSecretaría de Educación Guerrero que no haya posibilidades de plaza –dice yexplica que las 10 mil plazas que congeló el gobierno estatal se abrieron sintecho presupuestal, pero ese es problema del gobierno. Ellos, los normalistas,están preparados para defender su escuela.
Paredes que gritan
Enun viaje al centro de la normal rural de Ayotzinapa es fácil imaginar que seignora todo. Los que estaban ahí antes de aquel 26 de septiembre luchan porseguir y los que entraron apenas, por prevalecer.
Y en ese recorrido uno casi puede sentir quetoca presente, futuro y pasado: los sobrevivientes de los ataques donde murieronseis estudiantes, la presencia de los familiares de los 43 desaparecidos, losmaestros, las consignas, las frases y las paredes tapizadas de rostros formantodo junto un grito visual-sonoro que clama justicia.
En algunos lugares, como el viejo salón demúsica, hay pintas que se leen entre letras corroídas, casi descarapeladas, conleyendas como “Bienvenidos a lo que no tiene inicio. Bienvenidos a lo que notiene fin. Bienvenidos a la lucha eterna… Unos la llaman necedad, nosotros lallamamos Esperanza”.
Ayotzinapa es un reflejo del México pobre. Lautopía de los que no quieren conformarse con este país desigual.
Las mismas paredes con moho, sin vidrios, sinventilación alguna, del año pasado, de casi 100 años atrás invaden los cubículos.
Hay humedad que carcome casi igual que el insecticiday mensajes como “La educación y el amor a nuestra cultura e identidad nosllevarán a la libertad”.
Frente a la pared, integrantes del paisajecotidiano, están Negra, dos perras criollas que sealimentan más del cariño de las visitas que de la comida que hay.
Señorean todo el tiempo. Huelen las bases azulesde los colchones y las manchas color marrón que se confunden con las rayasblancas de la tela vieja.
La vista de un visitante puede recorrer losmurales de la escuela ubicados en los salones que circundan la cancha, en losedificios de los estudiantes de segundo grado, frente a una bola de escombros.
Son cantos a la vida y a la libertad de pensamiento. Lo mismo hay pugnascomo “Aquí se defiende el derecho a opinar”, como imágenes de maíz que brota dela tierra y da de comer. Las paredes son coloridos rojos, verdes y rosas, pero también dibujos de cadadesgracia ocurrida en
Ayotzinapa
.
“Iván, abre los ojos”
Benja e Iván, dos estudiantesque tienen más en común de lo que creen, merodean entre las cabecitas rapadasque despiden un intenso olor a insecticida. Esperan a que les den suscolchones, para acomodarlos en sus cubis,mientras ríen discretamente.
Están flacos, les saltan las ojeras y todo eltiempo tienen sueño, como todos los nuevos: la clase obrera de la normal, los del trabajo sin descanso.
–¿No sientes miedo? –se pregunta a Iván en elcamino hacia la cancha de basquetbol.
–No –contesta llanamente. Allí mismo está sumamá, Hilda Legideño. Borda una servilleta de flores. Parece ausente. En lapared hay una leyenda: “Nos podrán faltar los recursos, pero nunca nos faltarála razón”.
Iván, originario de Tixtla, ingresó a la escuelapara ayudar a su madre a buscar a Jorge Antonio, su hermano desaparecido juntoa otros 42 aquella noche negra de Iguala:
–No me gusta expresarme mucho, menos con genteque no conozco. No me gusta que sepan de mi vida, de lo que siento, siempre hesido así. No voy a cambiar –dice.
El miedo ha mutado en rabia en Iván. No leinteresa nada más que encontrar a su hermano Jorge Antonio. Nada más. Nisiquiera la escuela.
–Los primeros meses estuve deprimido (cuandosupo que su hermano estaba desaparecido), pero luego me vine a Ayotzinapa conmi mamá. Participé en las marchas.
Hilda, su madre, dice sufrir por partida doble:porque Iván su hijo está en Ayotzinapa y porque el otro, Jorge, se aparececonstantemente en sus pensamientos y le taladra el corazón con su ausencia.
Se pone mal, dice, sólo de imaginar a Iván enalguna de las marchas donde policías antimotines lanzan gases lacrimógenos ydispersan a los manifestantes a punta de golpes.
–Los chavos están vivos, bien lo sabemos. Nosabemos quién los tiene, pero yo de mi hermano he pensado que está vivo.¡Siento que lo tienen en cuarteles militares, trabajando para el narco! –diceIván, muy alto, enjuto de cuerpo.
Nació el 2 de diciembre y está por cumplir 19años; es Sagitario, buen deportista y estudiante dedicado. Le gusta el futbolpero no le va a ningún equipo y tiene una decisión tomada: cursará enAyotzinapa porque así lo quería Jorge, quien le decía: “Te vamos a hacer el paropara que entres”.
Hilda reconoce que su hijo se sacrifica, porqueestá en la normal sin que le guste. “Es un acto de amor”, dice.
Iván parece fuera de lugar. Voltea a ver a sumamá, quien espera que acabe de hablar. Tiene mucho sueño y se encuentraexhausto, pero tiene que ir a sembrar.
Viles esclavos
–¿Peroy luego, qué le haces? –exclama resignado Michoacano.Toma una Coca Cola a prisa en la cafetería escolar, a la que poco va porque notiene dinero para comprar.
Ha pasado casi un mes desde que está aquí y apenasha pisado un aula de clases para su lección de introducción. Michoacano habla con un tono de vozcantado y con rapidez graciosa:
–¡Nos tratan como viles esclavos! –se queja y seagarra la cabeza para esconder un par de cicatrices, producto de un choque ensu infancia, y muestra una fotografía que guarda en su teléfono celular. Es élcon otros ocho compañeros pelones. Enla foto que muestra, los ocho lucen contentos. Tenían sus melenas.
En otras normales públicas sólo se formanmaestros. Hay reglas preestablecidas desde que ingresan los estudiantes,profesores que cumplen con horarios de clases, alumnos castigados si fallan contareas. Los días se cuentan mediante un calendario oficial y las efemérides soncívicas.
Ayotzi incumple el estándar.Los alumnos mandan. No hay clases.
Esa anormalidad le parece extraña a RodrigoMorales Ignacio, el Michoacano como el ogro verde:“¡Si no estoy tan pinche feo!”, grita cada que le llaman así.
En la escuela, si no te ponen apodo, no les caesbien. Llegó a Ayotiznapa porque fue su única alternativa para dejar de serartesano en Ihuatzio, un pueblo cercano a Pátzcuaro, Michoacán.
–Si me gustaba allá, es muy bonito y no haceeste calor, pero se gana poco con la arte. Perdí dos años porque reprobé y nome quedé en Tiripetío, la otra normal como ésta. Necesitaban gente paraacompletar la matrícula aquí y me vine.
¡A higiene!
Lasactividades de los normalistas las organizan dos grupos: el Comité Ejecutivocompuesto por 15 carteras y el Comité de Orientación Política Ideológica(COPI), que tiene como objetivo “concientizar” y llevar a la práctica los principios ideológicosaprendidos durante los exhaustivos círculos de estudio.
La jornada del fin de verano en la Normal deAyotzinapa comienza desde las seis de la mañana, con la primera llamada de losresponsables del Comité:
–¡A higiene, paisas! ¡A higiene! –gritan losmuchachos de segundo grado que dirigen la normal.
Durante esas semanas duermen tres o cuatrohoras. En octubre dormirán un poco más. Pero así es, hay jerarquías y se mejoracon el tiempo. Por eso a ellos los raparon.
Los 140 estudiantes de nuevo ingreso tienenasignadas múltiples tareas todos los días, por esa razón no hay suficientetiempo para extrañar a los padres, para añorar el descanso en una hamaca, saliren libertad al campo o recostarse.
Tampoco hay hueco en el día para sus clases, sontiempos de lucha para estos estudiantes que llegaron del Estado de México, delDistrito Federal. También hay cinco de Michoacán y la mayoría de Tixtla.
Ninguno estudió en escuela privada, todos resistieronel adiestramiento físico y hubo quien ocupó el lugar que el año pasado no pudo tomarporque no cumplió con los requisitos.
Hoy ya acabó el verano. En la hilera de árbolesde la estancia, cuyo camino dirige al comedor estudiantil, se observa el fin dela estación: en el suelo yacen flores rojas que cayeron de las ramas junto a losfrutos de los guayabos.
Un mes después de entrar, la nueva generación yaha demostrado su aptitud para estar aquí. En Ayotzinapa no sólo es importantepasar el examen que aplica la Universidad Autónoma de Hidalgo. También esnecesario aprobar dos semanas de trabajos físicos que, según dijeron algunosnormalistas, son muy severos.
Losnormalistas son obligados a realizar caminatas en la madrugada con los piesdescalzos. Duermen sobre sus cabezas por horas. Junto con los de segundo grado,hacen simulacros de enfrentamiento con la policía.
Según los testimonios de los de recién ingreso,hay torturas tales como la sumersión a un pozo hondo lleno de lodo si llegan a cometeralguna falla.
De manera anónima, uno de ellos cuenta algunashistorias, algunos miedos: “No me ha pasado, pero cuentan que si te sales sinpermiso, no quieres sembrar o levantartetemprano a hacer el higiene… simple, si desobedeces al Comité, en la parte deatrás, donde guardan los camiones que se usan para las marchas, hay un pozolodoso. Allí te sumergen, casi te ahogan, para enseñarte de reglas”.
En los siete días de adaptación, los chavosbajan de peso, valoran lo que es un plato de frijoles con queso, pues casi nocomen. Mientras que en la de guardia, donde casi no duermen, los del Comité lesexigen que hagan rondines en grupo por las orillas de la escuela para cuidarla.Nadie puede dormir hasta que aparezca el alba.
No hay cansancio
Enla parte izquierda de la cancha, justo frente a las butacas se observa una lonacon las fotografías de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. El nombre deBenjamín Ascencio Bautista llama la atención de otro Benjamín, éste apellidadoHernández Figueroa.
Comparten el nombre, los dos ingresaron aAyotzinapa, los dos fueron alguna vez sangre nueva de la normal. Sí, BenjamínHernández pudo ser Benjamín Ascencio, quien está desaparecido. O su primo, JoséLuis Luna, por quien ha marchado y por quien, cada tarde, alguien llora un pocoen Amilcingo, Morelos.
Pero su situación es diferente. Benjamín, Benja, está aquí porque quiere sermaestro rural y quiere aprender danzas típicas. Le gusta el baile, se inscribióal club de danza. Su preferida es la San Marqueña, una chilena que le gustababailar y enseñar a sus alumnas de la normal rural de Amilcingo.
“Me llamó la atención porque estos chavos hacenmovimientos a nivel nacional, a nivel mundial, y cada vez que se hace unmovimiento los ayotzis están arriba.Me interesa que el movimiento tenga una iniciativa política. Yo estar arriba yayudar”, dice con mucha convicción.
Piensa en su madre, que se quedó rezando paraqué no le pasara nada.
–¿Qué le hacía? Para una escuela distinta no noshubiera alcanzado –dice y cierra los ojos para recordar: la comida de su madre,las alegrías y pepitorias con miel, los dulces típicos que preparaban paravender.
–¿Es un sacrificio?
–No hay cansancio, porque no lo hay. Que hay sacrificio,sí, pero sin sacrificio no se alcanza nada, así que lo voy a hacer, hay quesacrificar algo.
Y aunque no tuvo una relación tan cercana con suprimo José Luis, desde que salió de Amilcingo se comprometió a sí mismo abuscarlo, a sentir siempre rabia y tristeza por todo lo que ha pasado.
Un año
Elsitio principal de la hacienda es, sin duda, el altar en honor a losdesaparecidos. Es un salón de clases, ubicado en medio de la cancha techada.Ahí están los nombres de cada uno de los desaparecidos, pero también hay tresbutacas más, vacías en honor de los asesinados en los ataques de Iguala: DanielSolís, Julio César Ramírez y Julio César Mondragón.
En la fotografía del altar, Julio CésarMondragón sonríe.
Lo acompañan cuatro de sus compañeros deprimero. Parece, por el clima que muestra la foto, que ha llovido. Hay lodo,charcos y pasto verde por el camino que lleva a los campos de siembra de florde cempasúchil. Los árboles de casahuate y guayaba flanquean la ruta hacia laparcela que deben surcar, sembrar y luego cosechar.
En un segundo plano de la misma imagen, tres pelones ríen. Cargan dos botellas deagua, una en cada mano. En unos pasos llegarán hacia sus compañeros sentados enun montículo de tierra suelta. Julio El Chilango con lamano izquierda: dobla los dos últimos dedos y estira al brazo mostrando elpulgar, el índice y el medio. Julio es el único que mira fijo a la cámaracuando suena el click. Sonríe.
Ha pasado un año. Es el mismo lugar. Ingresaron otros pelones. Julio no está, tampoco tres desus compañeros de foto.
Él está muerto, le arrancaron el rostro, y tresde sus amigos pelones estándesaparecidos. Sólo Chesman, queaparece de café en la foto, sobrevivió a los ataques de policías ynarcotraficantes en Iguala.
Son las 15:00 de un lunes a mediados deseptiembre. Como cada año, las cabezas a rape hacen saber que son del mismoequipo, trabajan para una misma causa.
Casi se repite la foto, pero con los integrantesde otra generación, los estudiantes de primer año. Como los otros, siembrancempasúchil. Caminan por las mismas parcelas que los desaparecidos. Frecuentanlos mismos rincones de la escuela: saben que pudieron ser ellos.