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De vuelta del mar está el marinero

Si uno se pregunta qué es el Caribe, esa patria a la que Gabo se sintió pertenecer toda la vida, la respuesta más definitiva está en ‘Cien años de soledad’ y ‘El otoño del patriarca’

Por William Ospina

Gabriel García Márquez.De vuelta del mar está el marinero

El Mañana / Especial

Hay dos grandes mares culturales en Occidente: el Mediterráneo y el Caribe. Geográficamente son dos golfos inmensos en los que se repliega a lado y lado el Atlántico, pero son también dos grandes nichos de la memoria. Europa nació en el Mediterráneo, América nació en el Caribe.

El mar Caribe es copioso en leyendas y en acontecimientos, aunque su historia conocida apenas abarca cinco siglos. Sus inicios siempre nos fueron contados desde las proas de las carabelas de Cristóbal Colón, pero durante veinte mil años se habían sucedido en sus orillas muchos pueblos, los que habitaron las llanuras de ciénagas y cocodrilos de la Florida y las playas paradisíacas de Sarasota, los hombres o dioses que construyeron los reinos de piedra, de pedernal y de laca de Tenochtitlan, los que alzaron las pirámides rojas del mundo maya y escribieron en sus paredes leyendas de astros que eran también reyes, los que labraron en Tabasco las cabezas gigantes e insomnes de los Olmecas, los que enterraron las misteriosas esferas de piedra del istmo, los que trenzaron las cestas de Puerto Hormiga, los que construyeron las terrazas de piedra del Tayrona y los templos del Sinú, llenos de hamacas con ofrendas preciosas, los que sembraron los bosques de ceibas y de hobos sobre las tumbas de oro, los que reventaron sus pulmones sacando perlas en los ostiales de Margarita, las bocas misteriosas del Orinoco que arrojan el tributo de las selvas inmensas, y eso que tenemos que llamar con Neruda “la paz de arena que rodea el mundo”, el cinturón de islas blancas que va de Trinidad por Santa Lucía hasta Barbados, y desde Puerto Rico, la República Dominicana y Haití, hasta las sierras orientales de Cuba.

García Márquez dijo alguna vez que el Caribe es un mundo que va desde el delta del Misisipi hasta el delta del Orinoco, pero no ignoraba que el influjo del Caribe se extiende mucho más lejos que sus aguas, que sobre el Atlántico Salvador de Bahía y Río de Janeiro todavía son ciudades caribeñas, como lo son ante el Pacífico Buenaventura y Guayaquil, y Cali en su llanura más lejos del mar.

Recuerdo que un día le pregunté a Gabo si conocía a Juan de Castellanos. “Lo que alcancé a leer en Zipaquirá”, me contestó, recordando sus años de adolescente caribeño arrojado a las tierras frías de la Sabana, donde se protegió del tedio y de la soledad leyendo la Biblioteca de Rivadeneyra, pero basta leer Cien años de soledad, El otoño del Patriarca, El general en su laberinto y El amor en los tiempos del cólera para saber que Gabo tenía en su mente la saga de la Conquista, la historia copiosa de los siglos coloniales, los cruces de razas, de leyendas y de mitologías que todavía flotan sobre estas aguas.

El Caribe fue el primer crisol de la lengua, el lugar del primer cruce del español del siglo XVI con las lenguas de taínos, de mayas, de aztecas, de chibchas, de tayronas, del arawak de los guajiros y de los pueblos amazónicos. También dijo Gabo que si solían comparar sus obras con las de Faulkner ello no necesariamente se debía a un influjo directo del autor de Luz de agosto sobre el de La hojarasca, sino al hecho de que ambos hablan de un mismo mundo, que la desembocadura del Mississippi no es radicalmente distinta de la desembocadura del Magdalena o del Orinoco.

Como los padres de la Independencia y como los modernistas, García Márquez no sabía ver dividido en naciones a este mundo del Caribe, y tampoco a la América Latina. El Caribe era para él una unidad, había desarrollado hace cinco siglos el molde de una cultura, cada vez más presente en el mundo contemporáneo, y era muy hermoso ver en él la unidad en la diversidad, las variaciones de costumbres, rituales y estilos de vida en las distintas lenguas y tradiciones del universo común. García Márquez entendió como un todo este Caribe de guerras y leyendas, que vio llegar las carabelas y vio pasar sangrando los barcos negreros, que vio desfilar las carracas portuguesas y las fragatas inglesas, que acunó los presentimientos de Miranda y los sueños de Bolívar, las apuestas generosas de Petion y de Morazán, las derrotas del abuelo de Byron, la invención del Romanticismo en los viajes de Humboldt.

Hace cincuenta años este continente en formación, que ya había mostrado al mundo las cabalgatas de Zapata y de Pancho Villa, los corridos de fuego de la revolución, el carácter de Frida Kahlo, las cejas alzadas de María Félix, y el sueño de un mundo nuevo de los guerrilleros cubanos, en el mismo ámbito de las novelas torrenciales de Faulkner y de los relatos aventureros de Hemingway, vio nacer las obras de Alejo Carpentier, de Juan Rulfo, de Carlos Fuentes, de Guillermo Cabrera Infante y de Gabriel García Márquez, y el mundo entero se volvió a mirar al Caribe para descubrir que no se trataba ya de un escenario de anécdotas históricas sino de uno de los epicentros de la cultura mundial.

Porque si uno se pregunta qué es ese Caribe, esa patria a la que Gabo se sintió pertenecer toda la vida, hasta el punto de decir que sólo en su ámbito se sentía completo, pleno, tocando sus raíces, la respuesta más definitiva está en Cien años de soledad, y en esa aventura delirante y genial hacia el misterio de la lengua, que es El otoño del patriarca. Un mundo en el que todo está marcado por la historia y donde sin embargo al mismo tiempo uno se siente en el primer día de la creación. Gabo logró lo que soñaba y lo que anunciaba en las tertulias de los años cincuenta; escribir la biblia pagana del Caribe, desde el génesis de los colonizadores hasta el apocalipsis de los pueblos abandonados y carcomidos por la ruina; que combina la plenitud de la aventura humana con una agobiante sensación de marginalidad, de abandono y de olvido; que sabe que la historia verdadera no es un retablo de grandes héroes y personajes gloriosos sino la confusión de las gentes “de rudas manos y de oscuros nombres” que improvisan su destino arrebatándole un poco de dicha y unas ráfagas de dignidad a una realidad de horror y de desamparo. Hombres delirantes y absurdos que conciben proyectos geniales, mujeres que en el primer descampado tienen que improvisar la cultura, gentes que huyen bajo la opresión de un remordimiento, fantasmas que brotan de la culpa, estirpes que heredan sus demonios, comunidades en las que entra la guerra como una inundación, gentes rústicas que viven el anhelo conmovedor del refinamiento, de la belleza y del milagro, selvas pobladas de fantasmas, dramas que vuelven irremediablemente como vuelven las lluvias y la luna, el mundo de García Márquez es un mundo en el que se reconoce todo ser humano, de cualquier nación y de cualquier lengua, pero lo que le da su universalidad no son sólo los hechos, las atmósferas y los personajes, sino la plenitud de la lengua en que han sido forjados.

La lengua castellana de América no sólo se formó en el Caribe: fue en el Caribe donde se reinventó, y el lenguaje de García Márquez, que debió abrevar de tantas fuentes, es el lenguaje que trajeron los conquistadores, modificado por el asombro de los cronistas, enriquecido por los cruces de culturas, por las lenguas indígenas y africanas, por la llegada de los judíos y de los árabes, por el viento de los inmigrantes, la lengua que pulió con su poderío sintáctico la obra de Alfonso Reyes, que moduló en una música nueva y fascinante la aventura de Rubén Darío, y que los meandros de la canción popular fue llevando de isla en isla y de pueblo en pueblo, convirtiéndola en la lengua de las noticias, de los conflictos, de los duelos, de los amores y de los cantos. En esas cocinas, en esos campamentos de guerra, en el lomo de esos caballos, en la intemperie de esos cañaverales y en la vigilia de esas chalupas está el hilo sutil que une la inventiva endiablada de las gentes del común con la labor desvelada de los autores y con el esfuerzo de los gramáticos para acunar una lengua que es su propia obra maestra.

En García Márquez había un fino observador de los seres humanos, y eso le permitió hacer la gran novela del Caribe; había un testigo asombrado del mundo, y por eso hizo el periodismo más sugestivo de su tiempo; y había un pensador: hay que leer la colección completa de sus entrevistas para asomarse a una lección de carácter, una comprensión de los hechos, una lucidez de la interpretación y un compromiso con altos principios verdaderamente notable.

Todos nos preguntamos cuál es ese secreto, que va más allá de la academia y aún de la literatura, que hizo que García Márquez no fuera un escritor célebre sino el alma de un mundo, el símbolo de una época, y ese ejemplo curioso del escritor que satisface por igual a los grandes profesores y a las gentes humildes que nunca han leído otro libro. Borges decía que toda época anda buscando un libro, que en la Edad Media muchos intentaron escribir La Divina Comedia, que cada época no es un autor buscando su libro sino un libro buscando su autor. Y yo tengo la sensación de que los grandes libros de la historia son aquellos que expresan el momento en que un mundo alcanzó su lenguaje y se nombró plenamente a sí mismo. Borges fue también quien dijo que hay un momento en que un hombre sabe para siempre quién es, y quizás podemos añadir que hay un momento en que una región y una época conquistan por fin la lengua que las expresa con plenitud: lo que hizo Homero con la Grecia de la Edad de Bronce, lo que hizo Virgilio con Roma, lo que hizo Dante con la exaltación de la lengua ordinaria a la capacidad de cantar lo sublime, lo que hizo Cervantes con la España del Renacimiento, desgarrada entre la realidad histórica opresiva y la enormidad de sus sueños, lo que hizo Shakespeare con la lengua inglesa que descubrió de pronto la enormidad del Globo que sería su destino explorar y dominar; lo que hicieron Balzac y Flaubert y Víctor Hugo con la Francia del siglo XIX, Tolstoi y Dostoievski con la Rusia de comienzos del siglo XX, Kafka con la Europa de vísperas del infierno, Faulkner con el desgarrado sur de los Estados Unidos, Joyce con el desciframiento de la ciudad moderna en una lengua a la vez poderosa y marginal.

Para acercarnos a todo lo que física y mentalmente significó el Caribe para García Márquez, tal vez no haya mejor texto que una página de esa sinfonía verbal que es El otoño del Patriarca, donde Gabo utiliza como pretexto una visita del Patriarca a los gobernantes derrocados que rumian sus derrotas en una fortaleza de las Antillas, para que veamos aparecer el mosaico completo, tejido de sitios y de detalles, de fragmentos y de instantes, de ese mundo que se resuelve en una suerte de embriaguez visual y sonora: un sueño de la vigilia nutrido por la realidad, redondeado por la imaginación, y exaltado por la música.

Nunca se fue del Caribe, pero la verdad es que siempre quiso volver, tener, como en esa página de El otoño del Patriarca, un mirador desde el que pudiera abarcarlo todo, el Aleph del Caribe, las islas, los rostros, las costumbres, la historia, las bendiciones y las maldiciones que a lo largo de los siglos hicieron ese mundo mágico que sería su misión descifrar y modular en palabras. Cuando sentía que su lenguaje vacilaba, que sus historias languidecían, que algo se extraviaba en la diablura natural de su estilo, comprendía que ya era hora de volver al Caribe, a recargarse de esa energía original, de esa savia de la memoria, de ese espíritu de fiesta continua, de esas ganas de contarlo todo y convertir los acontecimientos de la vida diaria en una saga de relatos, en un vallenato infinito, zumba canalla rumbero, el sésamo para abrir todas las puertas.

Ahora, después de una vida plena y de una obra feliz como pocas, después de cumplir con su tierra y con su época, de encantar a los reinos y a las generaciones, de alternar con los desconocidos de los andenes y de las playas y con esos no menos desconocidos para la eternidad que por unos días fueron poderes y celebridades, después de la riqueza y de la sencillez, del goce de las cosas sencillas, de las canciones, de los viajes, del amor, de la familia, de la amistad y de la conversación, ahora, después de todo, dejando atrás el gran tumulto y el gran relámpago, García Márquez ha vuelto aquí, a la orilla de las murallas, a soñar seguramente cosas más espléndidas, a darnos la certeza de que de nosotros salió y a nosotros nos amó como a nadie, y hoy podemos decir, mientras miramos el mar que duerme a su lado, las palabras del verso de Stevenson, decirle, sí, aquí estás de regreso, ya para siempre con tu mundo, ya convertido en arena de esta playa, piedra de esta muralla que resiste los siglos: De vuelta del mar está el marinero. 




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