Un abuelo atípico
Quien lo contemplara leyendo un pequeño libro, en una rutina ininterrumpida que ya lo hacía parte de la vida cotidiana del lugar, podía imaginar todo de aquel apacible anciano, menos que arrastrara un pasado turbulento, tormentoso y violento, un secreto podrido que deseaba vomitar.
Lo conocí ahí, platicamos muchas veces, sobre temas de los libros que leía y otros asuntos. Me contó su historia: era un secuestrador, un expresidiario, con más de 40 años de prisión purgados en un penal del entonces Distrito Federal.
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Arribó a Reynosa buscando escapar de su pasado y del repudio de su propia familia, del rechazo por haberlos convertido en víctimas colaterales de sus malos pasos.
Don Fernando, profesionista, llevaba en la capital del país una vida hasta cierto punto cómoda porque tenía lo suficiente para que su esposa e hijos no pasaran carencias, pero un día cualquiera le nació la idea de hacer mucho dinero fácil para asegurarles el futuro. Esa idea absorbió sus pensamientos día y noche, lo llevó a elaborar un plan e integrar una banda con varios hombres no delincuentes, jefes de familia.
Cómplices trabajadores, sin antecedentes penales, para no dejar hilos sueltos de la madeja que permitiera a los investigadores dar con ellos. El plan de don Fernando consistía en secuestrar uno por uno, periódicamente, a cinco de sus amistades y un familiar con solvencia económica, con capacidad para pagar rescate millonario, y así lo hicieron.
Luego del reparto del botín, siguiendo el plan, los miembros de la banda se dispersaron, continuando cada cual con su vida normal, sin gastar más de lo debido para no despertar sospechas. El pacto hamponil fue que durante un mínimo de dos años nadie utilizaría su parte del botín para realizar gastos ostentosos. Todos lo estaban cumpliendo al pie de la letra ya que prácticamente tenían la vida asegurada y no había prisa para disfrutar del botín, pues entre más tiempo pasara los secuestros se empolvarían en los archivos del olvido.
Sin embargo al paso de poco más de un año, cuando más confiado se encontraba don Fernando, a su oficina entraron en tropel varios agentes policiales y se lo llevaron detenido en medio de una andanada de golpes y vituperios.
La hija de uno de los miembros de la banda cumplía 15 años y este no se aguantó las ganas de echar la casa por la ventana en un fiestón pocas veces visto en la colonia proletaria habitada por albañiles como él, vendedores ambulantes, carretoneros y “mil usos”.
Es más, hasta construyó, tal cual nuevo rico, una palapa con lujosos detalles de mal gusto, que desentonaba con el entorno paupérrimo del asentamiento.
A la fiesta acudió un agente policiaco invitado por otro invitado, para quien entre cerveza y whisky no pasó desapercibido que algo ahí andaba chueco. Su olfato sabueso lo llevó a compartir sospechas con otros compañeros de corporación.
Al día siguiente, luego de media hora de tortura, cuatro agentes arrancaron al papá de la quinceañera la confesión de los secuestros y su parte del dinero del botín.
El resto es historia; los demás miembros de la banda fueron detenidos, ninguno aguantó “la calentada” y entregaron el botín, casi intacto, porque ellos sí se habían apegado al plan.“A mí no tuvieron que calentarme mucho, soy lo suficientemente inteligente para saber cuando pierdo. Al ver que tenían a todos me cayó el 20 de que no había de otra, que había que entregarlo todo. Salvamos la vida y con eso fue suficiente”, apuntó don Fernando sin ningún dejo de falsa bizarría.
Los secuestrados, amigos de don Fernando, no daban crédito a que hubiera tenido el cinismo de ofrecer a sus respectivas familias ayuda incondicional mientras estuvieron en cautiverio, y que los abrazara casi a flor de llanto cuando los liberaron. De su propio familiar secuestrado (un primo) ya no se diga lo conmocionado que estaba cuando le gritó en la delegación todo su dolor y desprecio.
La esposa e hijos de don Fernando no solamente fueron segregados, despreciados, estigmatizados por la propia familia, también fueron despojados de su casa y escasos bienes por los agentes, con amenazas y el alegato de que habían sido obtenidos con dinero de secuestros anteriores.
Solamente uno de los hijos, el menor, ya adolescente, lo visitó en prisión para decirle que lo perdonaba por todo el mal que les había causado, y que pasara lo que pasara nunca dejaría de ser su padre, que no estaba orgulloso de él pero que tampoco lo repudiaba, que siempre lo seguiría queriendo.
La relación permaneció y ese hijo le dio dos nietos a don Fernando, con quienes jugó y departió el pan y la sal en visitas carcelarias. A los otros nietos solamente los conoce por fotos. Semanas antes de salir de prisión su hijo le comentó que nadie de la familia quería verlo, le enviaron el mensaje de que no intentara acercarse a ellos porque lo correrían como a un perro. No lo han perdonado.
Poco antes de regresar a la capital del país, para reencontrarse con su hijo, luego de una prolongada ausencia, don Fernando solamente pidió -durante una de las pláticas sostenidas en la placita- que cuando se publicara algo sobre su historia se omitieran datos sobre su identidad, porque piensa aprovechar la segunda oportunidad que le brinda la vida en los años que le restan.
Don Fernando tiene un Plan B, no lo reveló, pero este no tiene nada que ver con secuestros, aseguró.
Don Fernando tiene un Plan B, no lo reveló, pero éste no tiene nada que ver con secuestros’*.