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Un viaje a la era de los mamuts

Ningún otro animal simboliza de una forma tan rotunda y evocadora la prehistoria europea y ninguna otra criatura ha alimentado los sueños de una época desaparecida

Doggerland fue el inmenso territorio que unió las islas británicas con el continente europeo durante milenios. La escritora francesa Élisabeth Filhol dedicó una interesante novela, titulada precisamente Doggerland (Anagrama), a este espacio perdido de la prehistoria europea, que fue engullido con parsimonia por el mar del Norte al final de la última Edad de Hielo, durante un periodo larguísimo, casi seis milenios, hasta su desaparición final hace unos 5.000 años. Su memoria se borró de la conciencia europea y solo ha podido ser investigado a fondo gracias a las tecnologías del siglo XX, aplicadas a menudo en esas aguas a la búsqueda de petróleo.

Un viaje a la era de los mamuts

Sin embargo, los pescadores y los habitantes del litoral sabían desde mucho antes que allí, en lo que ahora es el mar del Norte, había habido alguna vez una tierra porque las aguas escupían de vez en cuando reliquias arqueológicas imposibles. Las más sorprendentes eran enormes huesos de mamut, incluso algún cráneo con los colmillos intactos. La combinación de mamuts y Doggerland se alza como un símbolo de la fragilidad de los ecosistemas y de que los cambios geográficos han sido habituales a lo largo de la historia de la humanidad: cuando se inundó, el neolítico —la revolución durante la que se inventó la agricultura— estaba a punto de llegar desde Oriente Próximo.

Como consecuencia del cambio climático, aparecen en Siberia más restos de mamuts que nunca, por el deshielo del permafrost (la tierra permanente helada… hasta ahora). Algunos científicos sostienen que los últimos ejemplares de esta especie vivieron allí, concretamente en la isla de Wrangel, hace unos 4.000 años, cuando los egipcios construían pirámides y en Mesopotamia se había inventado la escritura. Últimamente aparecen tantos restos que se han multiplicado los cazadores modernos de mamuts, que buscan sus colmillos y trafican con ellos.

Las diferentes especies de mamuts rondaron la tierra durante casi cinco millones de años. Su desaparición coincidió con el final de la Edad de Hielo, pero también con la expansión de los Homo sapiens. Ningún otro animal simboliza de una forma tan rotunda y evocadora la prehistoria europea y ninguna otra criatura ha alimentado los sueños de una época desaparecida. “Desde la noche de los tiempos es un animal a la vez real y sobrenatural”, escribe la prehistoriadora francesa Marylène Patou-Mathis en su libro Histoires de Mammouth (Fayard).

“Hoy como ayer, los mamuts fascinan. Pertenecen a la cultura popular, como testimonian los numerosos libros, documentales, películas e incluso juegos de vídeo dedicados a ellos”, escribe la investigadora francesa, de la que Lumen publicará en septiembre su nuevo libro, El hombre prehistórico es también una mujer. Y cita una sesión de la Asamblea Nacional francesa del 7 de junio de 1880 en la que un diputado exclamó: “No me reduzcan al estado de los mamuts”. Patou-Mathis sostiene que la aparición de restos de esta especie fue esencial para que, en una época en la que el creacionismo campaba a sus anchas, a finales del siglo XIX, se reconociese la existencia de los hombres prehistóricos.La presencia de pinturas de mamuts lanudos en cuevas de zonas donde no se han encontrado restos de esta especie se mantiene como uno de los muchos misterios de la prehistoria: existían, sin duda, formas de comunicación de mitos y relatos, aunque obviamente no se había inventado la escritura, que recorrían grandes distancias. Y lo mismo ocurre con el marfil: se han encontrado vestigios de arte labrado en colmillos de mamuts en territorios donde no existían. Su presencia solo se puede explicar por el intercambio de algo que se consideraba entonces especialmente valioso.

El ser imaginario más antiguo del mundo, según explica el historiador Neil McGregor en Vivir con los dioses (Debate), es un hombre león de hace 32.000 años, encontrado en la cueva alemana de Hohlenstein-Stadel. Se trata de una talla de apenas 30 centímetros en marfil de mamut, el material que se eligió para la primera representación de lo divino. Además de su importancia en el mundo cultural, estos animales formaban parte de la dieta de los primeros humanos. Sharon Levy sostiene en Once And Future Giants. What Ice Age Extinctions Tell Us About the Fate of Earth’s Largest Animals (Oxford University Press) que “las pruebas más antiguas que se conocen de homínidos comiendo elefantes proceden de la garganta de Olduvai, en Tanzania, y se remontan a hace 1,8 millones de años. Los cazadores eran probablemente Homo erectus, los primeros de nuestros antepasados en dedicarse seriamente a comer carne”.

Este investigador explica que se han encontrado restos de un mamut de hace 120.000 años junto a la lanza neandertal, con la punta endurecida por el fuego, que seguramente le mató. “Algunos antropólogos creen que la caza prehistórica de elefantes también estaba motivada por un deseo de prestigio social”, prosigue Levy. “Abatir un mamut era una forma de que un hombre obtuviera abundante comida para compartir, y por lo tanto un gran respeto”. También había una lógica energética: dado que cazar era siempre peligroso y requería un enorme esfuerzo, mejor tratar de un conseguir un animal enorme, del que se pudiese aprovechar casi todo.

Una de las teorías sobre su desaparición sostiene que se extinguieron al final de la era glacial porque fueron cazados hasta su extinción por los seres humanos. Patou-Mathis se inclina por el cambio climático, que provocó un aislamiento de las poblaciones y una pérdida de diversidad genética, frente al impacto de los Homo sapiens. Después de consultar con numerosos expertos, Sharon Levy opta por una hipótesis similar: “Seguramente, los humanos dieron el golpe de gracia a la especie, pero esto solo fue posible porque el cambio climático ya había eliminado la mayor parte de su hábitat”.

En cualquier caso, los mamuts, como ocurre ahora con los elefantes, han ocupado un espacio inmenso en la reconstrucción imaginaria de la prehistoria, incluso como aliados de los humanos, como ocurre en una de las escenas más emocionantes de La guerra del fuego (Valdemar), una de las primeras novelas en retratar el periodo, publicada en 1911 por J. H. Rosny Aîné —seudónimo de Joseph Henri Honoré Boex—, desgraciadamente agotada en castellano en sus diferentes ediciones. En una de las escenas cruciales del libro —y de la película de Jean Jacques Annaud— una manada de mamuts ayuda a los protagonistas, una banda de neandertarles, a huir de otro grupo humano que pretende devorarlos. Así son descritos aquellos animales en el libro: “Ninguna otra bestia les molestaba. Soberanos de la tierra, señores de sus éxodos y de sus descansos, los ancestros habían asegurado su victoria y regulado su jerarquía: la defensa de los débiles y la entente de los poderosos”.

Uno de los cuentos más extraños de J. H. Rosny Aîné se titula ‘Un cementerio de mamuts’, incluido en el volumen Récits préhistoriques (Hélios), y relata la historia de dos exploradores perdidos en Groenlandia al que un anciano inuit rescata e invita a refugiarse. Les ofrece para comer una carne cuyo sabor no han probado nunca. El lector descubrirá que se trata de un filete de mamut. En unas grandes galerías subterráneas se han conservado todo tipo de animales prehistóricos congelados, sobre todo mamuts, que se van comiendo poco a poco. La sorpresa llega al final, porque en aquel lugar no solo se conservan animales, sino también un hombre prehistórico intacto. Y así es descrito por el narrador: “No era ni un negro, ni un amarillo, ni un ario, ni un semita. El hombre prehistórico se parecía muy exactamente a un vasco, a un vasco de raza muy pura”.

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Hombre león de Hohlenstein-Stadel (Bade-Wurtemberg), tallado en marfil de mamut.

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Recreación de un encuentro entre neandertales y mamuts.

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Restos fósiles de Doggerland, antiguo territorio que unió las islas británicas con el continente europeo.



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